El año en que cubrirse el rostro desató una guerra social: la olvidada rebelión contra las mascarillas en la pandemia de gripe de 1918

En plena pandemia de gripe, miles de estadounidenses convirtieron una simple tela en un campo de batalla ideológico y social.
Ciudadanos haciendo fila para conseguir mascarillas en San Francisco durante el año 1918 Ciudadanos haciendo fila para conseguir mascarillas en San Francisco durante el año 1918
Mientras la pandemia de gripe arrasaba Estados Unidos entre 1918 y 1919, las mascarillas se convirtieron en el epicentro de disputas políticas y culturales. Foto: Hamilton Henry Dobbin/California State Library

El otoño de 1918 fue una temporada oscura para Estados Unidos. Mientras el mundo se desangraba en los estertores de la Primera Guerra Mundial, una amenaza silenciosa avanzaba por el interior del país a un ritmo aterrador. La gripe española, una de las pandemias más letales del siglo XX, transformó la vida cotidiana en un pulso constante entre la supervivencia y el caos. En ese contexto, las mascarillas —hechas con gasa, tela de queso y a veces con más creatividad que eficacia— se convirtieron en mucho más que un utensilio médico. Fueron símbolo, blanco de burla, instrumento de control y, para muchos, una afrenta a la libertad personal.

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El caso de San Francisco es quizás el más representativo. Allí, el uso obligatorio de mascarillas llegó a ser no solo norma sino emblema de una ciudad que intentaba aferrarse al orden en medio del miedo. Con más de 7.000 contagios en poco tiempo, se proclamó una ordenanza que obligaba a todos los ciudadanos a cubrirse la cara con mascarillas de al menos cuatro capas. Pero no todos obedecieron. Algunos las ridiculizaron, otros las adaptaron con agujeros para fumar cigarros, y algunos más las usaron como camuflaje para delinquir. El resultado fue una tensión social que estalló en episodios insólitos, como la detención de más de mil personas en un solo día o el disparo de un inspector de salud a un hombre que se negó a usar mascarilla.

La ciudad enmascarada: entre el deber y la desobediencia

San Francisco no fue la única ciudad que impuso el uso de mascarillas, pero sí una de las más estrictas. La medida se aprobó oficialmente el 22 de octubre de 1918. Las autoridades, con el alcalde James Rolph a la cabeza, intentaron contener el avance de la enfermedad en medio de hospitales colapsados, negocios cerrados y una población cada vez más harta de restricciones. Se dictó que cualquier persona que transitara sin mascarilla podía ser multada con hasta 10 dólares o pasar varios días en la cárcel.

Los ciudadanos respondieron de forma diversa. En los restaurantes, los comensales levantaban sus mascarillas como quien descorre una cortina para llevarse una cucharada a la boca. En las calles, la policía patrullaba buscando «slackers», término con el que se calificaba a quienes desobedecían las normas de salud pública. Muchos de estos infractores acabaron en un improvisado tribunal al aire libre donde el juez, con paciencia y dureza, repetía la misma pregunta: “¿Dónde está su mascarilla?”. Las excusas eran de todo tipo, desde el olvido hasta la rebeldía abierta. Algunos ni siquiera daban su verdadero nombre.

Uno de los casos más impactantes fue el del herrero James Wisser, que se plantó en una céntrica calle incitando a la gente a tirar sus mascarillas. El inspector Henry D. Miller intentó obligarlo a entrar en una farmacia y comprar una. El resultado fue un altercado violento que terminó con disparos, heridos y una comunidad conmocionada. La tensión era palpable. No solo se trataba de una cuestión de salud, sino de principios enfrentados: libertad versus responsabilidad, individualismo frente al bien común.

Un agente con mascarilla conversa con una pareja en la calle solo uno de ellos lleva el rostro cubierto
Un agente con mascarilla conversa con una pareja en la calle solo uno de ellos lleva el rostro cubierto

De las calles a las trincheras legales: nace la Liga Antimascarillas

Cuando la gripe pareció dar un respiro a finales de noviembre, San Francisco celebró con entusiasmo la expiración de la orden de mascarillas. Las campanas sonaron, las mascarillas fueron pisoteadas en la calle como si de serpientes se tratara, y los bares ofrecieron bebidas gratuitas a quienes lucieran su rostro descubierto. Pero el alivio fue efímero. Apenas unas semanas después, un nuevo brote obligó a las autoridades a reimponer las restricciones.

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Fue entonces cuando nació la Liga Antimascarillas, una organización formada por ciudadanos hartos de las imposiciones sanitarias. Liderada por una abogada y activista social llamada E.J. Harrington, la liga reunió a simpatizantes de todas las clases sociales, incluidos sindicalistas y políticos locales. Exigían no solo la derogación de la orden de mascarillas, sino la dimisión del alcalde y del principal responsable de salud pública.

El primer gran acto fue una asamblea multitudinaria en el Dreamland Rink, donde los gritos de “libertad” y “derechos constitucionales” se mezclaban con el miedo al contagio. No había una oposición científica clara: muchos miembros de la liga simplemente no creían que las mascarillas sirvieran para algo, y otros estaban más preocupados por el impacto económico que por el sanitario. Las calles, los juzgados y los periódicos se llenaron de argumentos cruzados que anticipaban, con una sorprendente similitud, los debates que el mundo reviviría más de un siglo después.

Máscaras, clases sociales y el factor económico

El uso de mascarillas también evidenció diferencias sociales y económicas. En ciudades como Pasadena y Los Ángeles, las leyes se aplicaban de forma desigual. Mientras algunos eran arrestados por fumar un puro con la mascarilla mal puesta, otros burlaban las normas sin mayor consecuencia. Las quejas llegaron también desde los comerciantes, que denunciaban pérdidas de clientes y restricciones que consideraban excesivas.

Los barberos protestaron porque la obligación de llevar mascarilla les hacía perder clientela. Los vendedores de puros vieron cómo los aficionados preferían quedarse en casa antes que lidiar con una tela que impedía el placer de fumar.

Incluso algunos médicos cuestionaban la eficacia de las mascarillas si no se usaban correctamente o se manipulaban con manos sucias. La situación se volvió tan confusa que en más de una ocasión se vieron mascarillas en perros, maniquíes y hasta en las rejillas de ventilación de los coches, a modo de sátira social.

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Pasajeros de tren en California durante la pandemia de gripe de 1918
Pasajeros de tren en California durante la pandemia de gripe de 1918 todos con mascarillas blancas uno de ellos lleva un cartel que advierte usa mascarilla o ve a la cárcel

Entre el deber cívico y la resistencia política

Pese al ruido generado por los opositores, lo cierto es que la mayoría de la población aceptó el uso de mascarillas, al menos durante los momentos más duros de la pandemia. En parte porque no había muchas alternativas. No existían vacunas, los antibióticos eran una utopía médica y los hospitales estaban desbordados. Cubrirse la cara era una de las pocas defensas disponibles, aunque imperfecta.

Sin embargo, el caso de la Liga Antimascarillas marcó un precedente curioso. Fue una de las primeras veces en la historia moderna en que una medida sanitaria fue contestada con una organización política. La protesta no era solo contra una norma puntual, sino contra una forma de entender la autoridad en tiempos de crisis.

Y es que, a través de sus pancartas y manifestaciones, aquella liga expresó algo más profundo: el malestar de una sociedad que se veía forzada a redefinir sus prioridades en un mundo que cambiaba demasiado rápido.

El eco de 1918: una lección no aprendida

La pandemia de 1918 dejó más de 675.000 muertos en Estados Unidos, una cifra abrumadora para una época sin apenas medios diagnósticos ni tratamientos eficaces. Y, sin embargo, gran parte del debate público giró en torno a una prenda de tela que, como un espejo, devolvía a la sociedad su imagen más contradictoria. La mascarilla no era solo una barrera contra los virus, sino contra el ego, la indiferencia y la incomodidad de mirar hacia el otro.

En muchos sentidos, lo que ocurrió hace más de un siglo prefigura nuestras crisis actuales. Los argumentos, los gestos de resistencia, las conspiraciones y las divisiones políticas se repitieron con sorprendente exactitud durante la pandemia de COVID-19. Aquellos “slackers” de San Francisco, juzgados por su terquedad, podrían reconocerse fácilmente en los manifestantes que en 2020 alzaban pancartas contra las mascarillas frente a los parlamentos.

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Y es que, aunque el tiempo pasa, hay una constante que se mantiene: en tiempos de incertidumbre, las sociedades no solo luchan contra virus invisibles, sino contra sus propias convicciones más profundas.

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