Durante siglos, los mapas del mundo señalaban los extremos del planeta como espacios desconocidos, con frases como “aquí hay dragones”. Hoy, esas advertencias resuenan en el fondo del océano Antártico, donde un equipo internacional ha confirmado el hallazgo de treinta nuevas especies marinas que nunca antes habían sido vistas por el ser humano. Entre ellas, destaca una criatura que parece extraída de una novela de horror: una esponja esférica y carnívora, apodada ya como “la bola de la muerte”.
El descubrimiento es fruto de dos expediciones realizadas en 2025 por el programa Ocean Census, una alianza entre The Nippon Foundation y la fundación Nekton, que recorrió algunas de las regiones más remotas y profundas del Océano Austral. Los investigadores no solo se encontraron con organismos totalmente desconocidos para la ciencia, sino que también se adentraron en un ecosistema que llevaba miles de años oculto bajo gruesas capas de hielo.
El cementerio marino que escondía vida nueva
En enero de 2025, el gigantesco iceberg A-84, del tamaño de una ciudad, se desprendió del hielo que cubre la plataforma George VI. Lo que dejó al descubierto fue un lecho marino que había estado sellado bajo más de 150 metros de hielo durante siglos. A bordo del buque de investigación R/V Falkor (too), los científicos fueron los primeros en explorar este nuevo mundo. Y lo que hallaron fue tan desconcertante como revelador.
A profundidades que rozan los 3.600 metros, los investigadores encontraron un paisaje dominado por volcanes submarinos, fuentes hidrotermales y jardines de coral que brillan con colores imposibles. En este escenario inhóspito, donde la luz solar no penetra y las temperaturas bordean el punto de congelación, criaturas extrañas han evolucionado al margen del resto del planeta.

La esponja carnívora, redonda como una pelota de baloncesto y cubierta de ganchos microscópicos, fue captada en vídeo por el vehículo robótico SuBastian. No filtra el agua como sus parientes más pacíficos, sino que atrapa presas activamente, inmovilizándolas para luego digerirlas lentamente. Un depredador silencioso en un reino sin luz.
Según Hakai Magazine, junto a ella, aparecieron gusanos escamosos con reflejos metálicos, crustáceos azules desconocidos, estrellas de mar nunca antes clasificadas y moluscos adaptados a aguas cargadas de azufre procedentes de chimeneas volcánicas activas. Incluso fue registrada, por primera vez, la imagen de un calamar colosal juvenil: una criatura tan mítica que hasta ahora solo se conocía por fragmentos rescatados del estómago de ballenas.
Un catálogo de la vida antes de que desaparezca
Lo más sorprendente del hallazgo no es solo la cantidad de nuevas especies, sino que apenas se ha analizado un tercio del material recogido durante la expedición. Se estima que los científicos recogieron cerca de 2.000 muestras y captaron miles de horas de vídeo. Las 30 especies confirmadas hasta ahora podrían ser solo el principio.
Este tipo de descubrimientos refuerzan una verdad incómoda: conocemos más sobre la superficie de la Luna que sobre los fondos oceánicos de nuestro propio planeta. Las investigaciones indican que menos del 20% de las especies que aparecen en vídeos de aguas profundas pueden ser identificadas, lo que implica que existe un universo entero de biodiversidad aún por descubrir.
Y ese universo está en peligro. La minería submarina, la pesca industrial, los vertidos químicos y el cambio climático amenazan con destruir ecosistemas que ni siquiera hemos tenido tiempo de conocer. En muchos casos, la humanidad está explotando los océanos antes de haberlos explorado.
La situación en el Océano Austral es especialmente alarmante. Su lejanía ha protegido durante milenios a sus criaturas, pero esa misma distancia complica los esfuerzos de conservación. Durante la expedición, los científicos estaban tan aislados que los únicos humanos más cercanos eran los astronautas a bordo de la Estación Espacial Internacional. En un entorno tan extremo, cada hallazgo cuenta, y cada minuto sin protección significa un riesgo de pérdida irreversible.

El modelo seguido por el Ocean Census combina tecnología punta —como robots submarinos, cartografía 3D del fondo marino y análisis genéticos rápidos— con colaboración internacional. El objetivo es acelerar un proceso que, de forma tradicional, tardaba décadas: descubrir, clasificar y compartir nueva vida marina.
Hasta ahora, el proceso estándar para validar una nueva especie tardaba en promedio más de 13 años. Con los talleres científicos como el realizado en Chile, se ha logrado reducir ese tiempo de forma drástica. Los expertos analizan in situ las muestras, aplican técnicas como la codificación genética y suben la información a una base de datos abierta para que cualquier investigador del mundo pueda acceder a ella.
Este enfoque no solo acelera el conocimiento, sino que democratiza el acceso a él. Y en un momento de emergencia ecológica, compartir información puede marcar la diferencia entre salvar una especie o perderla para siempre.
¿El último territorio salvaje?
Las profundidades del Océano Austral podrían ser el último lugar verdaderamente salvaje del planeta. Un refugio donde la vida ha seguido su curso sin interferencia humana, donde criaturas imposibles evolucionan en paz. Pero ese refugio está dejando de ser inaccesible. Y cuando el ser humano llega, llega con prisas, redes, perforadoras y basura.
Por eso, este descubrimiento no solo es un triunfo de la ciencia. Es también un recordatorio urgente de lo que aún podemos perder. Porque si hay algo más inquietante que descubrir una esponja carnívora en forma de bola, es saber que podríamos extinguirla sin haber aprendido nada de ella.