El análisis de la FDA contradice a Vinay Prasad, su actual director de vacunas, sobre muertes infantiles tras las vacunas contra la COVID-19

Un memorando interno alertó de 10 fallecimientos atribuidos a la vacunación infantil contra la COVID-19 en Estados Unidos, pero el documento técnico final —basado en más de 138 millones de dosis— cuenta una historia mucho más matizada y con cifras muy distintas.
La FDA revisó las muertes infantiles tras la vacuna COVID y halló muchos menos casos de los citados por su jefe de vacunasLa FDA revisó las muertes infantiles tras la vacuna COVID y halló muchos menos casos de los citados por su jefe de vacunas
La FDA revisó las muertes infantiles tras la vacuna COVID y halló muchos menos casos de los citados por su jefe de vacunas. Foto: Istock

Durante semanas, una cifra ha ido circulando por despachos, redes sociales y titulares con una velocidad que recuerda más a la propagación de un rumor que al lento y cuidadoso trabajo de la ciencia. Diez niños habrían muerto en Estados Unidos “después y a causa” de la vacunación contra la COVID-19. La afirmación partía de una fuente especialmente sensible: el máximo responsable de vacunas de la FDA. Y, como suele ocurrir cuando una cifra así se lanza sin contexto, el impacto fue inmediato.

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La historia, sin embargo, es bastante más compleja. Y, sobre todo, mucho menos alarmante de lo que algunos discursos han querido presentar.

Todo comenzó a finales de noviembre, cuando Vinay Prasad, director del Center for Biologics Evaluation and Research de la FDA, envió un memorando interno a su equipo. En él aseguraba que el personal científico de la agencia había identificado al menos 10 muertes pediátricas causadas por las vacunas contra la COVID-19. El mensaje no tardó en filtrarse y fue interpretado por muchos como una confirmación oficial de un riesgo grave que, hasta ahora, las autoridades sanitarias habían negado.

Pero los propios científicos de la FDA estaban todavía trabajando en el análisis cuando ese correo se difundió. Y ahí está la clave de todo el episodio.

Días después, el 5 de diciembre, los técnicos de la agencia completaron su evaluación de seguridad poscomercialización. El documento, elaborado siguiendo el marco de clasificación de la Organización Mundial de la Salud, llegaba a una conclusión muy distinta. No se identificó ningún caso en el que pudiera afirmarse con certeza que la vacuna hubiera causado la muerte. Solo dos se consideraron “probables”, cinco “posibles” y el resto quedaban descartados como causales. Es decir, el rango real de muertes potencialmente vinculadas a la vacunación infantil se situaba entre cero y siete, y con un grado de incertidumbre elevado.

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La diferencia no es menor. Pasar de una afirmación categórica a un rango incierto cambia por completo la lectura del riesgo. Según reveló Inside Medicine, medio especializado que accedió al contenido del informe interno, incluso en el escenario más extremo —asumiendo que los siete casos fueran atribuibles a la vacuna— estaríamos hablando de una muerte por cada 19,7 millones de dosis administradas. En el extremo más conservador, la cifra bajaría a una por cada 69 millones.

Para ponerlo en perspectiva, ese riesgo es inferior al de muertes por anafilaxia asociadas a medicamentos de uso cotidiano como el ibuprofeno. Un dato poco conocido, pero crucial para entender el contexto real.

El informe técnico de la FDA analizaba más de 138 millones de dosis administradas a menores de 12 años hasta agosto de 2025, además de millones adicionales en adolescentes. Las edades de los casos investigados oscilaban entre los 7 y los 16 años. Todos habían recibido vacunas de Pfizer, algo coherente con el hecho de que este preparado se ha administrado aproximadamente el doble de veces que el de Moderna en población pediátrica.

En cuatro de los siete casos considerados posibles o probables apareció miocarditis, un efecto adverso raro pero conocido de las vacunas de ARNm, especialmente en varones jóvenes. Los síntomas se manifestaron entre uno y 15 días después de la vacunación. Tres ocurrieron tras la primera dosis, otros tres tras la segunda y uno tras una formulación bivalente. En todos los casos se realizaron autopsias completas, pero los propios científicos subrayaron que la información disponible no permitía asignar causalidad con confianza.

Este matiz técnico es fundamental y, sin embargo, suele perderse en el debate público. Que un evento ocurra después de una vacunación no implica que haya sido causado por ella. Esa es precisamente la razón de ser de sistemas como VAERS, el registro estadounidense de eventos adversos: detectar señales que merecen ser investigadas, no establecer relaciones directas. Algo que ya se advertía en un artículo publicado en septiembre, cuando se supo que la administración estadounidense estaba considerando apoyarse en datos de VAERS para replantear la vacunación infantil, a pesar de las limitaciones bien conocidas de este sistema.

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Lo llamativo es que el memorando de Prasad no solo adelantó conclusiones incorrectas, sino que además lo hizo con un tono marcadamente político. Según detalló MedPage Today, el texto incluía críticas explícitas a la administración Biden y afirmaciones como que la COVID-19 “nunca fue altamente letal” para los niños, una frase que ignora tanto las hospitalizaciones como los fallecimientos documentados y el impacto del COVID persistente en menores.

Ese enfoque es el que ha encendido las alarmas entre antiguos responsables de la propia FDA. Phil Krause, exdirector adjunto de la oficina de vacunas de la agencia y una figura respetada incluso entre críticos con ciertas decisiones de la pandemia, calificó la actuación de Prasad como “destructiva” en una entrevista con Science. Krause no cuestiona la necesidad de mejorar los datos ni de reforzar la vigilancia de seguridad. Al contrario. Pero insiste en que ese debate debe darse con transparencia, con todos los datos sobre la mesa y sin convertir procesos técnicos en munición ideológica.

Krause recuerda además un aspecto que suele desaparecer del debate: la evaluación riesgo-beneficio nunca se limita a los efectos adversos. La propia FDA, cuando aprobó las vacunas, tuvo en cuenta que la infección por SARS-CoV-2 también puede causar miocarditis, y que prevenir la enfermedad —especialmente las formas graves— reduce ese riesgo. Ignorar esa parte de la ecuación conduce a conclusiones incompletas, cuando no directamente engañosas.

El episodio tiene además una dimensión institucional inquietante. El memorando interno de Prasad pedía a los empleados que no discutieran estos asuntos en público y que, si no estaban de acuerdo, presentaran su dimisión. Paradójicamente, él mismo no esperó a que el trabajo científico estuviera terminado antes de difundir su interpretación. Una contradicción que ha alimentado el malestar dentro y fuera de la agencia.

Mientras tanto, los científicos de la FDA se preparan para discutir posibles ajustes, como cambios en el etiquetado de las vacunas pediátricas. Nada indica, sin embargo, que se esté cuestionando su autorización ni que los datos actuales alteren de forma significativa el balance de seguridad. De hecho, el propio informe interno subraya implícitamente que, tras más de 138 millones de dosis administradas, el riesgo observado es extremadamente bajo.

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De hecho, en comparación con los riesgos de la propia enfermedad, los efectos adversos graves de la vacunación infantil son excepcionales. La miocarditis y la pericarditis se han identificado como reacciones poco frecuentes, sobre todo en adolescentes varones tras la segunda dosis, pero su incidencia es baja y la evolución suele ser leve.

Los sistemas de vigilancia estadounidenses, como el Vaccine Safety Datalink y VAERS, no detectaron entre 2022 y 2025 incrementos significativos de riesgo en menores de cinco años, ni señales de mayor incidencia de ictus u otros trastornos neurológicos graves como encefalitis o parálisis facial.

La evidencia más reciente, que compara directamente la vacunación con la infección, muestra un patrón claro: el SARS-CoV-2 supone un riesgo mayor que la inmunización. Estudios publicados en Annals of Internal Medicine y eClinicalMedicine confirmaron que la vacuna reduce de forma notable las hospitalizaciones, los ingresos en UCI y el desarrollo de COVID persistente en niños y adolescentes.

Un análisis realizado entre 2021 y 2023 en cuatro estados de EE. UU. refuerza esta conclusión. Los menores vacunados presentaron menos síntomas persistentes, especialmente respiratorios, y una menor probabilidad de complicaciones graves. Incluso en quienes ya habían pasado la infección, la vacunación redujo en un 73 % el riesgo de desarrollar múltiples síntomas prolongados, lo que respalda su papel como la mejor herramienta para prevenir la COVID persistente en la infancia. Y un nuevo informe del CDC confirmó que las vacunas contra la COVID-19 redujeron en un 76 % las visitas a urgencias de niños menores de 5 años y en un 56 % las de niños y adolescentes en la última temporada 2024-2025, tal y como comentamos recientemente.

Todo esto ocurre en un contexto político especialmente sensible. Ya en septiembre, diversos expertos advertían de que una revisión impulsada desde la Casa Blanca podría apoyarse en datos débiles para justificar un giro en las recomendaciones, alimentando la desconfianza y dando oxígeno a narrativas antivacunas. Lo que ha sucedido ahora refuerza esa preocupación: una cifra lanzada antes de tiempo ha sido suficiente para reavivar un debate que la evidencia científica lleva años contextualizando.

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La historia completa, contada sin atajos ni titulares grandilocuentes, es menos espectacular, pero mucho más relevante. Habla de cómo funciona realmente la vigilancia de seguridad de las vacunas, de la importancia de distinguir entre señal y causalidad, y de lo frágil que puede ser la confianza pública cuando la ciencia se mezcla con la política.

También recuerda algo que rara vez se dice en voz alta: que el riesgo cero no existe en medicina, pero que el riesgo real debe medirse con rigor, no con intuiciones ni con agendas. Y que, en el caso de las vacunas contra la COVID-19 en niños, los datos acumulados siguen apuntando a un perfil de seguridad extraordinariamente alto.

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