

En 1978, China puso en marcha uno de los proyectos de reforestación más ambiciosos jamás concebidos: una gigantesca franja verde de árboles atravesando el norte del país con la esperanza de frenar el avance implacable del desierto. Lo bautizaron como la Gran Muralla Verde, un guiño simbólico a la mítica estructura defensiva del país, aunque esta vez la batalla no era contra ejércitos humanos, sino contra el deterioro ambiental.
Con el paso de las décadas, este esfuerzo se ha convertido en la mayor obra de ingeniería ecológica del planeta. Más de 78.000 millones de árboles han sido plantados a lo largo de un cinturón forestal que ya se extiende unos 4.500 kilómetros y que debería completarse en 2050. Cuando esté terminada, será una franja verde casi tan larga como la Gran Muralla original, pero con un objetivo aún más crucial: frenar la desertificación que amenaza a millones de personas y vastas zonas de cultivo.
El problema no es menor. El norte de China, especialmente las regiones colindantes con Mongolia, siempre ha sido seco. La barrera natural del Himalaya impide la llegada de lluvias a esta vasta extensión, limitando las precipitaciones a apenas 100-250 milímetros anuales, frente a los más de 1.500 que recibe el sur del país. Esa sequía estructural dio lugar a dos de los mayores desiertos de Asia: el Gobi y el Taklamakán, que juntos suman más de 1,6 millones de kilómetros cuadrados.
Pero a partir de los años 50, la situación se agravó por el auge de la urbanización y la agricultura intensiva. El uso indiscriminado del suelo y la pérdida de vegetación natural aceleraron la erosión, con consecuencias devastadoras: cada año, el Gobi avanza comiéndose unos 3.600 kilómetros cuadrados de praderas y arrastrando más de 2.000 kilómetros cuadrados de capa fértil. El polvo generado por estas tormentas, combinado con la contaminación industrial, ha sido uno de los principales responsables de la peligrosa calidad del aire en ciudades como Pekín.
La Gran Muralla Verde se diseñó precisamente para frenar ese avance. La idea era simple, al menos sobre el papel: plantar miles de millones de árboles para que actuaran como barreras contra el viento, estabilizaran las dunas móviles y ayudaran a regenerar el suelo. A día de hoy, el 25 % del territorio chino está cubierto por bosques, frente al escaso 10 % de 1949, una transformación radical en menos de un siglo.
Sin embargo, los resultados han sido tan impresionantes como controvertidos. Algunas investigaciones apuntan a que la frecuencia de tormentas de arena ha disminuido desde los años 70, y que en ciertas zonas hay una correlación clara entre la recuperación de vegetación y la menor intensidad de estos fenómenos. Un estudio realizado por el Instituto de Ciencias Geográficas y Recursos Naturales de Pekín fue uno de los primeros en cuantificar este efecto. Mediante un índice que mide la intensidad de las tormentas de polvo y otro que evalúa el crecimiento de la vegetación, los investigadores hallaron una relación directa entre ambas variables. En algunas regiones del norte, la caída en la frecuencia de tormentas desde los años 80 alcanzó hasta un 80 %, lo que podría atribuirse, al menos en parte, al cinturón forestal plantado desde 1978.
Y aquí comienzan las sombras del proyecto. Aunque la imagen de una muralla de árboles que contiene al desierto es poderosa, la realidad sobre el terreno es mucho más compleja. En muchas regiones, el modelo de reforestación aplicado ha sido criticado por su escasa diversidad biológica. Se han plantado monocultivos de especies como álamos y sauces, elegidas por su rápido crecimiento, pero muy vulnerables a enfermedades. De hecho, en el año 2000, una sola plaga acabó con mil millones de árboles en la provincia de Ningxia.
El problema se agrava en zonas donde el suelo es especialmente árido. En regiones como el sur del Taklamakán, plantar árboles es poco menos que un milagro. El terreno es tan suelto y seco que muchas plantaciones fracasan al poco tiempo. Además, el esfuerzo por mantener viva esta vegetación en zonas que naturalmente no la soportarían ha tenido un coste hídrico descomunal.
Nuevas investigaciones han revelado un efecto colateral preocupante: la reforestación masiva está alterando el ciclo hidrológico del país. A medida que los árboles crecen, liberan más vapor de agua a la atmósfera a través de un proceso llamado evapotranspiración. Eso ha provocado un desplazamiento de las lluvias hacia regiones como la meseta del Tíbet, mientras que otras zonas, especialmente el noroeste y el este, han visto disminuir sus recursos hídricos. Esto afecta directamente a más de la mitad de las tierras agrícolas del país y a cerca del 46 % de su población.
Irónicamente, una muralla diseñada para frenar la desertificación podría estar contribuyendo a agotar el agua en las regiones que más la necesitan. En lugares como Minqin, los acuíferos han descendido hasta 19 metros, y algunos árboles necesitan ser replantados cada tres años para sobrevivir. Es una lucha constante contra la naturaleza, que exige un esfuerzo continuo, costoso y a menudo insostenible.
Frente a estas críticas, en los últimos años se han hecho esfuerzos por diversificar las especies plantadas y apostar por vegetación autóctona más resistente a la sequía. Organismos como el Banco Mundial han destinado fondos para fomentar mezclas de plantas más equilibradas y sostenibles. Pero los desafíos persisten.
El impacto visual y político de la Gran Muralla Verde es incuestionable, y su influencia ha llegado incluso a África, donde se ha lanzado una iniciativa similar que atraviesa el Sahel de oeste a este. Pero la lección china es clara: plantar árboles no es una solución mágica. Sin una planificación ecológica sólida, con un enfoque integral del ciclo del agua y de la biodiversidad, los proyectos de reforestación pueden terminar generando nuevos problemas en lugar de resolver los existentes.
La Gran Muralla Verde de China es, en el fondo, un símbolo de ambición, pero también una advertencia. Una obra monumental que refleja tanto el poder transformador de las acciones humanas como las complejidades de intervenir en ecosistemas frágiles. Aún queda por ver si en 2050 será recordada como un triunfo ambiental o como un experimento audaz lleno de lecciones amargas.