Creyeron que era el fin del mundo: los estadounidenses se enamoraron de la ciencia tras la lluvia de meteoros que iluminó el cielo en 1833

En 1833, una lluvia de meteoros estremeció a Estados Unidos y dio origen a la primera investigación astronómica colaborativa del país.
Estados Unidos se enamoró de la ciencia la noche en que el cielo ardió Estados Unidos se enamoró de la ciencia la noche en que el cielo ardió
Estados Unidos se enamoró de la ciencia la noche en que el cielo ardió. Fuente: Wikimedia

En la madrugada del 13 de noviembre de 1833, los habitantes de Estados Unidos despertaron sobresaltados por una visión celestial que muchos interpretaron como el fin del mundo. Decenas de miles de meteoros surcaron el firmamento cada hora, en una exhibición tan sobrecogedora que iluminó la noche como si fuese de día. Sin saberlo, aquella noche marcaría un punto de inflexión en la historia científica del país: el nacimiento de la astronomía de meteoros en América y el inicio de una fascinación popular por el cielo que aún persiste.

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Fue el inicio de algo más que un fenómeno astronómico. Aquella lluvia de estrellas fugaces, conocida hoy como la tormenta de Leónidas de 1833, no solo sembró el pánico religioso y el asombro generalizado, sino que también propició una de las primeras investigaciones científicas basadas en colaboración ciudadana. El protagonista de este giro fue Denison Olmsted, un físico y astrónomo de Yale College, quien comprendió que lo observado no era un espectáculo atmosférico, sino un fenómeno de origen cósmico.

La noche que paralizó a un continente

El evento comenzó cerca de las nueve de la noche del 12 de noviembre y alcanzó su punto álgido entre las 3 y las 5 de la madrugada. En su momento más intenso, se estimó que caían hasta 150.000 meteoros por hora, un ritmo imposible de imaginar para quien no lo haya presenciado. “Parecía que todas las estrellas del cielo estaban en llamas y descendían hacia nosotros”, escribió uno de los tantos testigos citados en la prensa local.

Los relatos son tan vívidos como variados: desde una niña esclavizada en Tennessee que recordaba los gritos de terror de los blancos al pensar que había llegado el Juicio Final, hasta un joven Abraham Lincoln que años después usaría el recuerdo de esa noche como metáfora de esperanza durante la Guerra Civil. Para muchos fue un presagio divino; para otros, una revelación estética de una belleza casi sobrenatural. En todos los casos, fue una experiencia inolvidable.

El despertar científico

Lo que diferencia este evento de otras grandes lluvias de meteoros no es solo su intensidad, sino el efecto que tuvo en la comunidad científica. Denison Olmsted, testigo directo del evento desde New Haven, intuyó que no se trataba de un simple fenómeno meteorológico. Publicó un llamado a la ciudadanía en periódicos de todo el país, solicitando que quienes hubiesen visto la lluvia de meteoros enviaran sus observaciones detalladas.

Lo que ocurrió a continuación fue un hito en la historia de la ciencia estadounidense: miles de cartas, dibujos y descripciones llegaron a sus manos, desde todas las latitudes del país. Con esta información, Olmsted pudo establecer una tesis revolucionaria para su época: los meteoros no eran fenómenos atmosféricos, sino que tenían un origen extraterrestre. Específicamente, dedujo que provenían de un punto fijo en la constelación de Leo.

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Este esfuerzo colaborativo culminó con la publicación de un artículo en el American Journal of Science and Arts en 1834, considerado hoy como el acta fundacional de la meteorología astronómica en Estados Unidos. El estudio demostró, entre otras cosas, que los meteoros parecían emanar de un solo punto, el llamado “radiante”, y que el evento no podía explicarse por causas eléctricas o climáticas.

Ciencia en manos del pueblo

El trabajo de Olmsted fue pionero en más de un sentido. No solo sentó las bases para entender los meteoros como residuos de cometas que entran en la atmósfera terrestre, sino que también introdujo una metodología científica basada en la participación ciudadana. En una época en la que la ciencia aún se desarrollaba a puertas cerradas, su enfoque abierto y participativo fue radical.

Su intuición resultó ser acertada: hoy sabemos que las Leónidas se producen cada noviembre cuando la Tierra atraviesa los restos del cometa Tempel-Tuttle, cuya órbita la cruza cada 33 años. La tormenta de 1833 fue uno de esos momentos de máxima actividad, en los que el cielo parece literalmente derrumbarse.

El impacto cultural del evento fue profundo. En Alabama, por ejemplo, la frase “Stars Fell on Alabama” se convirtió en un símbolo estatal, adornando matrículas y siendo inmortalizada en una canción de jazz. Para la comunidad mormona, el fenómeno tuvo una dimensión casi profética: Joseph Smith lo interpretó como la realización literal de pasajes bíblicos sobre la caída de las estrellas.

En las décadas posteriores, ilustraciones basadas en testimonios de la época se popularizaron en grabados, revistas y más tarde en libros de historia natural y religión. La más famosa, reproducida en numerosas publicaciones adventistas, muestra a una multitud mirando hacia un cielo en llamas. Está basada en los recuerdos de Joseph Harvey Waggoner, testigo presencial del evento a los 13 años.

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Un legado que aún brilla

Aunque la ciencia ha avanzado mucho desde 1833, las Leónidas siguen fascinando a astrónomos y aficionados. La próxima gran tormenta se espera para 2033 o 2034, y aunque no hay garantías de que alcance la intensidad del evento de hace casi dos siglos, el recuerdo de aquella noche sigue alimentando la imaginación.

Hoy, cuando miramos hacia el cielo y deseamos al ver una estrella fugaz, lo hacemos con una mezcla de asombro ancestral y conocimiento moderno. Pero hubo un tiempo, no tan lejano, en que ver caer las estrellas fue una experiencia tan inquietante como transformadora. Y fue esa noche, la del 13 de noviembre de 1833, cuando Estados Unidos no solo vio caer el cielo, sino que comenzó a levantar la vista hacia él con ojos científicos.

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