Murió Jane Goodall, la mujer que escuchó a la selva

Durante más de seis décadas, fue testigo y portavoz de la vida secreta de los chimpancés. Su mirada cambió la ciencia. Su legado, el mundo.
Jane Goodall con Flint Jane Goodall con Flint
La famosa imagen de Jane Goodall junto al pequeño chimpancé Flint rompió los moldes de la ciencia y transformó para siempre nuestra visión del reino animal. Foto: Hugo van Lawick

En una colina oculta del África oriental, la niebla se enrosca como un susurro entre los árboles del Parque Nacional de Gombe. Allí, donde las ramas crujen con pasos invisibles y el aire lleva el olor húmedo de la tierra roja, una joven de cabello claro y mirada atenta se sentaba cada día con un cuaderno en el regazo, los prismáticos al cuello y el corazón abierto. No era una científica convencional. Ni siquiera era aún una científica.

Era Jane.

Ayer, Jane Goodall fallecía a los 91 años en California, lejos de aquella selva que la definió y a la que, en muchos sentidos, nunca dejó de pertenecer. Con su partida se apaga una voz que durante más de medio siglo habló en nombre de quienes no pueden hablar: los chimpancés. Pero también en nombre de los bosques, de los niños, de la vida salvaje y de la esperanza.

Una mujer, una libreta y la voluntad de observar

Goodall llegó a África en 1957, en una época en que las mujeres no podían firmar cheques sin la aprobación de un hombre. Pero ella no buscaba una firma: buscaba respuestas. Las pistas las encontraba entre las ramas altas y el silencio atento. Lo que descubrió, sin más armas que la paciencia, la intuición y una pasión feroz por los animales, desafió lo que la ciencia creía saber.

Fue la primera en observar a un chimpancé —David Greybeard, lo llamó— utilizar una ramita como herramienta para pescar termitas. Hasta entonces, fabricar utensilios era un privilegio exclusivamente humano. Con esa observación, el muro entre “ellos” y “nosotros” empezó a resquebrajarse.

Su trabajo en Gombe no solo reveló habilidades cognitivas en los chimpancés. Goodall documentó vínculos emocionales profundos, juegos, abrazos, alianzas, guerras, traiciones. Mostró al mundo que estos animales no solo tienen inteligencia, sino también cultura, sociedad, familia… y sombra.

Porque también vio el lado oscuro: patrullas de machos matando sistemáticamente a miembros de otros grupos, crías huérfanas, madres desconsoladas. Era un espejo. Uno perturbador. Y, sin embargo, imprescindible.

El método que cambió la etología para siempre

Lo que hacía Jane era revolucionario. No solo porque se adentró sola en un territorio dominado por hombres con doctorados, sino porque se atrevió a mirar a los animales como individuos. Les puso nombres —no números— y describió su comportamiento en términos que la academia consideraba tabú: ternura, miedo, compasión.

Durante años, sus informes fueron cuestionados por su falta de “objetividad científica”. Pero con el tiempo, el rigor de sus observaciones silenciosas acabó por imponerse. Su trabajo abrió las puertas a una nueva ciencia, más empática, sin perder precisión. Su tesis en Cambridge se convirtió en referencia. Y Jane, que había llegado al continente africano como secretaria, se transformó en pionera.

Jane Goodall inclinando su rostro con ternura hacia un chimpancé
Jane Goodall inclinando su rostro con ternura hacia un chimpancé Foto Bela Szandelszky

Con el paso de las décadas, Goodall dejó el campamento de Gombe cada vez más a menudo. Ya no bastaba con estudiar a los chimpancés: había que salvarlos. Su pasión científica se transformó en un activismo incansable. En los años 80, tras conocer las condiciones de los primates en laboratorios y circos, algo cambió en su interior. Dijo que llegó a un congreso como científica y se fue convertida en activista.

Fundó el Jane Goodall Institute, presente hoy en más de 25 países, y lanzó Roots & Shoots, un programa educativo que ha movilizado a millones de jóvenes. Viajó sin descanso —más de 300 días al año— para llevar su mensaje a escuelas, parlamentos, universidades, aldeas y foros internacionales.

No era una voz suave. Era una voz firme. Y cargada de esperanza.

Madre, observadora, símbolo

Entre sus aventuras, hubo espacio también para el amor. Se casó con el fotógrafo Hugo van Lawick, con quien tuvo un hijo, Hugo, apodado Grub. Criar a un niño en plena selva no fue fácil, pero Jane nunca se detuvo. Tras su divorcio y la pérdida de su segundo esposo por enfermedad, su compromiso con la naturaleza fue aún más intenso. Como si cada pérdida fortaleciera sus raíces.

No se consideraba una heroína. Ni una santa. Decía simplemente que escuchaba. Y que había que actuar. Aseguraba que si los humanos perdíamos la esperanza, lo perderíamos todo.

Durante la pandemia, desde su casa de infancia en Bournemouth, redobló esfuerzos. Aprendió a dar charlas virtuales, lanzó un pódcast, escribió libros, envió mensajes de resiliencia. Su voz, más que nunca, necesitaba ser escuchada.

El legado de una mirada

La huella de Goodall no está solo en los chimpancés protegidos ni en los parques nacionales que ayudó a preservar. Está en la forma en que hablamos hoy de los animales. Está en cada científico que describe personalidades en elefantes, memorias en cuervos o ritos en orcas. Está en la educación ambiental. En las niñas que sueñan con dedicarse a la biología. En los jóvenes que plantan árboles creyendo que aún hay tiempo.

Está, sobre todo, en la idea de que la ciencia no debe alejarse de la compasión.

Jane Goodall no fue solo una observadora privilegiada del mundo natural. Fue una intérprete entre especies. Una embajadora del diálogo silencioso entre humanos y no humanos. Una testigo de la complejidad del planeta.

Con su muerte, la selva pierde una aliada. Pero sus hojas seguirán susurrando su nombre. Porque hay vidas que no se apagan, solo cambian de forma.