En un mundo donde el dióxido de carbono atmosférico marca el pulso del futuro del planeta, existe una cifra que resuena por encima de todas: 427,6. Esa es la concentración actual de CO₂ medida en Mauna Loa, Hawái. Lejos de ser un número más, representa la continuación de una de las series científicas más icónicas del siglo XX: la curva de Keeling. Pero ahora, esta serie histórica podría interrumpirse abruptamente por motivos ajenos a la ciencia: recortes presupuestarios y decisiones políticas que amenazan con desmantelar uno de los pilares más sólidos de la monitorización climática global.
Desde 1958, cuando comenzaron las mediciones de CO₂ atmosférico en el observatorio de Mauna Loa, la humanidad ha tenido un termómetro preciso de su propia huella sobre el clima. Esa línea, ascendente y constante, no solo registra cuánto gas emitimos, sino cómo y a qué ritmo estamos alterando el equilibrio atmosférico del planeta. La continuidad de estos registros —que exigen precisión, tiempo y mucha paciencia— se basa en el trabajo conjunto de dos instituciones clave: el Instituto Scripps de Oceanografía y la NOAA (Administración Nacional Oceánica y Atmosférica).
Hoy, ambas entidades enfrentan una amenaza sin precedentes. Según reveló un artículo reciente en el Bulletin of the Atomic Scientists, los recortes previstos por el actual gobierno estadounidense podrían suponer el colapso de la red de observación global que NOAA ha construido durante décadas. Esta red no solo incluye Mauna Loa, sino más de 50 estaciones distribuidas estratégicamente por el planeta, de las cuales depende el conocimiento preciso del CO₂ atmosférico.
En tiempos donde la veracidad de los datos es fundamental para entender el calentamiento global, la posibilidad de perder esta infraestructura científica supone un retroceso dramático. Sin los datos de estos sistemas, se compromete la capacidad de verificar compromisos internacionales, como los del Acuerdo de París, y se debilita el sustento científico sobre el que se construyen políticas climáticas globales.
Lo paradójico del caso es que esta red, precisamente por su carácter rutinario y técnico, rara vez acapara titulares. Es el tipo de ciencia que no busca descubrimientos sorprendentes cada año, sino que requiere una constancia casi monástica para generar resultados con verdadero valor histórico. Esa invisibilidad pública es, en parte, su talón de Aquiles: es difícil justificar su financiación ante políticos que priorizan resultados rápidos y espectaculares.
Pero la realidad es que sin estos registros, el planeta pierde su capacidad de «mirarse al espejo». El valor de la curva de Keeling no reside solo en sus cifras, sino en su coherencia: la posibilidad de comparar mediciones actuales con las de hace más de 60 años con una precisión exquisita. Esa comparación solo es posible gracias a un proceso meticuloso de calibración, que hasta 1995 fue liderado por Scripps y que desde entonces realiza NOAA. Esta labor permite a los científicos del mundo saber que 427,6 no es 427,7, y esa décima puede marcar la diferencia en modelos climáticos globales.
El futuro de estas mediciones pende ahora de un hilo. El plan conocido como “Project 2025”, impulsado por el grupo de presión ultraconservador Heritage Foundation, propone el cierre de divisiones enteras de investigación dentro de NOAA. Y con ello, la desaparición del respaldo logístico, humano y financiero a programas como el de Scripps. La comunidad científica teme no solo por los datos, sino por el legado y la capacidad de seguir documentando el cambio climático de forma imparcial y robusta.
La amenaza va más allá de los Estados Unidos. En la práctica, los programas de NOAA y Scripps forman el esqueleto del sistema mundial de vigilancia atmosférica. Otros países contribuyen, sí, pero en su mayoría a nivel regional. La pérdida del componente estadounidense dejaría enormes vacíos en la cobertura global. Y esto, en un contexto en el que necesitamos más datos, no menos.
A este desafío se suma otro problema estructural: la falta de relevo generacional. El número de científicos especializados en estas mediciones se cuenta con los dedos de las manos. La disciplina, altamente técnica y poco glamorosa, no seduce fácilmente a las nuevas generaciones. No produce titulares ni premios Nobel, pero sin ella, gran parte del conocimiento sobre el clima se convierte en un castillo de naipes.
Este riesgo de ceguera climática ocurre en un momento de creciente urgencia global. Mientras los incendios forestales, las sequías extremas y las olas de calor baten récords cada año, los instrumentos para entender y mitigar estos fenómenos están siendo desmantelados. Es una contradicción tan peligrosa como absurda.
La historia del observatorio de Mauna Loa y de la curva de Keeling es también la historia de un país que, durante décadas, lideró la ciencia climática con orgullo. Desde la época de la Guerra Fría, cuando nació el Año Geofísico Internacional de 1957, hasta la creación de NOAA en los años 70, Estados Unidos apostó por comprender el planeta con herramientas científicas. Que esa visión se desvanezca por decisiones políticas cortoplacistas sería una tragedia no solo nacional, sino global.
Hoy, científicos de Scripps y NOAA trabajan a contrarreloj para salvar lo que puedan. Recurriendo a fondos privados, buscando nuevas alianzas, reinventando su operativa con menos recursos. Pero si el golpe se consuma, será difícil mantener la calidad, la precisión y la continuidad que han hecho de sus datos una referencia mundial.
Puede que el mundo no note inmediatamente la pérdida de estas mediciones. Pero con el tiempo, el precio será altísimo. La ciencia climática quedará a oscuras justo cuando más necesita luz.