

En un rincón remoto del desierto egipcio, junto al antiguo puerto romano de Berenice, ha salido a la luz un hallazgo arqueozoológico que está cambiando por completo nuestra comprensión sobre el poder simbólico de los animales en el mundo romano. A más de 700 kilómetros del centro del Imperio, una necrópolis de animales cuidadosamente excavada ha revelado un capítulo insólito de la vida cotidiana de la élite romana en los márgenes del mundo conocido: la costumbre de tener monos exóticos como mascotas, animales que, en algunos casos, incluso tenían sus propias “mascotas”.
Las excavaciones, iniciadas en 2011, han documentado hasta ahora cerca de 800 enterramientos de animales, pero entre ellos, hay uno que sobresale por su rareza y por las preguntas que plantea: los sepulcros de al menos 35 monos, procedentes no del norte de África como se había asumido hasta ahora, sino de la lejana India. La mayoría son macacos rhesus y bonnet, especies endémicas del subcontinente indio, y cuyo viaje hasta Egipto implicó cruzar miles de kilómetros de rutas terrestres y marítimas, lo que demuestra una compleja red de comercio que unía Asia con el Imperio romano.
El hecho de que estos primates llegaran vivos hasta Berenice es, en sí mismo, un indicio de una logística sofisticada. A diferencia de otros hallazgos de monos romanos, casi siempre pertenecientes a especies del norte de África —como los macacos de Berbería—, los ejemplares hallados en Berenice suponen la primera evidencia directa de un comercio transcontinental de animales exóticos vivos hacia el mundo romano. Es una prueba irrefutable de que Roma, incluso en sus fronteras más alejadas, estaba conectada a un sistema de intercambio verdaderamente global.
Pero lo que hace aún más fascinante este hallazgo es el contexto funerario. Lejos de haber sido descartados como animales de compañía sin importancia, estos monos fueron enterrados con un cuidado y una atención que normalmente se reservaba a los humanos. Algunos de los entierros incluían collares de sujeción, conchas iridiscentes cuidadosamente dispuestas, ofrendas alimenticias e incluso pequeños objetos que podrían considerarse juguetes o pertenencias personales, como piezas de cestería o fragmentos de tela plegados.
En algunos casos, los monos fueron enterrados junto a un cerdito, un cachorro o un gatito, lo que lleva a pensar que estos animales podrían haber sido sus propios “compañeros”, ofrecidos por los dueños como parte del estatus simbólico del primate. Una suerte de jerarquía doméstica en la que un animal importado desde el otro extremo del mundo no solo era la mascota de un centurión romano, sino también un ser con derecho a tener su propio círculo de compañía animal. En una de las tumbas más llamativas, datada en el siglo I d.C., se hallaron los restos de un macaco junto a un cerdito, un par de grandes conchas marinas y una tela doblada que algunos arqueólogos interpretan como un posible objeto de consuelo o juego.
El puerto de Berenice, en aquel entonces, no era un simple puesto avanzado militar. Era una terminal estratégica del comercio indio-romano, crucial para la importación de especias, piedras preciosas, perlas y marfil. Durante los siglos I y II d.C., su población incluía tanto soldados romanos como comerciantes, funcionarios y esclavos, y era una verdadera encrucijada multicultural en medio del desierto oriental egipcio. Tener un mono traído de la India no era solo una excentricidad exótica; era una muestra de poder, de conexiones y de estatus social. No es casual que estos animales aparezcan en proporción tan alta con respecto a otros animales del cementerio: mientras que menos del 3% de los enterramientos de perros y gatos contenían objetos asociados, en los monos ese porcentaje asciende a un 40%. No eran simples mascotas, eran símbolos.

Y sin embargo, el análisis de los restos óseos revela un reverso menos idílico de esta historia. Algunos de los cráneos muestran signos de malnutrición, lo que sugiere que, pese al estatus elevado que ostentaban, no siempre se les podía ofrecer la dieta adecuada. Esto no necesariamente indica negligencia; es más bien una muestra de las dificultades logísticas para alimentar animales tropicales en un enclave desértico tan aislado como Berenice, donde el acceso regular a frutas frescas y vegetales habría sido extremadamente limitado.
Este tipo de hallazgos redefine lo que sabemos sobre la vida diaria en los márgenes del Imperio romano. Las fuentes literarias, como las de Plinio el Viejo, ya apuntaban a que los romanos veían a ciertos animales, en especial los simios, como seres “semi-humanos”, dotados de inteligencia y dignos de afecto. En un contexto como el de Berenice, alejado de las grandes urbes, tener un mono no era simplemente una rareza: era una forma de reforzar una identidad de élite, de mostrar pertenencia a una clase social conectada con lo más lejano y exclusivo del mundo conocido.
Y lo más curioso es que esta costumbre no parece haber sido ni masiva ni pasajera. Aunque se conocen otros casos aislados de monos en contextos romanos —como uno hallado en Pompeya que murió durante la erupción del Vesubio—, ninguno se había asociado con esta escala de organización funeraria ni con un origen tan remoto. Los monos de Berenice no eran accidentes ni rarezas: eran parte de una cultura de la exhibición del estatus, donde incluso los animales eran utilizados para construir una narrativa de poder.
La presencia de estos animales y la forma en que fueron tratados en su muerte nos habla de una sensibilidad compleja hacia lo no humano, que va más allá de la utilidad o del entretenimiento. En su aparente exotismo, los monos de Berenice reflejan la universalidad de ciertos impulsos: el deseo de mostrar poder, la capacidad de establecer vínculos afectivos con otras especies, y la voluntad de honrarlos incluso después de la muerte.
Como señalan los autores, estos entierros no solo nos muestran un episodio pintoresco de la historia romana. Son, ante todo, una ventana a un mundo en el que el Imperio se proyectaba incluso en los detalles más íntimos, donde un centurión podía considerarse explorador del mundo exótico con solo pasear a su mono indio por las calles de un puerto en el Mar Rojo. Y quizás, en la mirada de ese primate adornado con conchas, se escondía un pequeño reflejo del sueño imperial de Roma: dominar lo lejano, hacerlo suyo y convertirlo en símbolo de gloria.