Analizan un “chicle” de resina prehistórico y extraen el ADN de una adolescente: vivía hace 10.500 años y tenía ojos y pelo castaños

Un simple pedazo de resina masticada se ha convertido en la clave para redescubrir la vida cotidiana, la salud y hasta el rostro de quienes habitaron Europa hace milenios.
La resina de corteza de abedul presenta huellas de dientes y conserva restos de saliva humanaLa resina de corteza de abedul presenta huellas de dientes y conserva restos de saliva humana
La resina de corteza de abedul presenta huellas de dientes y conserva restos de saliva humana. Foto: SandStone Global Productions

Un bulto oscuro, endurecido por el paso del tiempo y cubierto de pequeñas marcas dentales, ha desatado una revolución en la forma de entender nuestro pasado más remoto. A primera vista, podría parecer una piedra sin valor. Sin embargo, este fragmento de resina masticada, hallado en Estonia, ha resultado ser una cápsula del tiempo: un pedazo de birch bark tar —una especie de alquitrán vegetal obtenido del abedul— que conserva, con increíble fidelidad, el ADN de quien lo mascó hace más de 10.000 años.

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Gracias al análisis de este material, un equipo de investigadores ha logrado reconstruir el perfil genético de una adolescente del Mesolítico. Vivió hacia el 8.500 a.C., tenía el cabello castaño, los ojos oscuros y posiblemente una complexión atlética. Lo más sorprendente es que su existencia, su identidad y hasta su salud bucal han podido ser reconstruidas a partir de un gesto tan cotidiano como masticar una sustancia pegajosa.

Pero esta no es una historia aislada. El hallazgo en Estonia se suma a una oleada de investigaciones recientes que, combinando genética antigua y arqueología molecular, están desenterrando los secretos de un material que ha acompañado a la humanidad durante milenios: el alquitrán de abedul.

Una tecnología ancestral que guarda secretos humanos

El estudio más ambicioso sobre este tipo de hallazgos fue publicado recientemente en la revista Proceedings of the Royal Society B, y representa un hito en la investigación arqueológica europea. En él, un equipo internacional de científicos liderado por la Universidad de Copenhague y la Universidad de York analizó 30 fragmentos de alquitrán de abedul hallados en asentamientos neolíticos de los Alpes y el sur de Francia.

Estos materiales, datados entre los años 4300 y 3500 a.C., estaban adheridos a herramientas de piedra, cerámicas rotas e incluso aparecían como pequeñas masas sueltas, muchas de ellas con señales claras de haber sido masticadas. A través del análisis combinado de residuos orgánicos y ADN antiguo, los investigadores han logrado desentrañar cómo se utilizaba este alquitrán, quién lo usaba y para qué.

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En algunos casos, las piezas contenían resina de coníferas mezclada con alquitrán, probablemente para mejorar su adherencia o flexibilidad. En otros, los fragmentos tenían ADN de peces, animales domésticos y plantas silvestres, lo que sugiere usos alimentarios o medicinales. Pero el verdadero tesoro escondido ha sido el ADN humano y microbiano.

La historiadora británica Bettany Hughes dio a conocer el hallazgo en un episodio reciente de su serie documental
La historiadora británica Bettany Hughes dio a conocer el hallazgo en un episodio reciente de su serie documental

Rostros, géneros y oficios del Neolítico

El alquitrán de abedul ha resultado ser un archivo genético de sorprendente riqueza. De los 30 artefactos analizados, 19 contenían ADN humano antiguo en cantidades suficientes como para determinar el sexo de las personas que los manipularon.

Los fragmentos adheridos a herramientas líticas mostraban una predominancia de ADN masculino, mientras que los restos utilizados para reparar cerámica revelaban presencia femenina. Esta distribución ha abierto la puerta a una nueva interpretación sobre la posible división de roles por género en las comunidades del Neolítico. Las mujeres, al parecer, estaban involucradas en la restauración de recipientes domésticos, mientras que los hombres se encargaban del ensamblaje de armas o utensilios de caza.

Además, algunos de los fragmentos mostraban huellas de saliva y bacterias propias de la boca humana, confirmando que fueron masticados, quizás para ablandar la sustancia antes de aplicarla como adhesivo, o incluso como parte de una práctica de higiene bucal o por razones terapéuticas, dado el potencial antimicrobiano del alquitrán.

En al menos dos muestras, se encontró ADN de más de una persona, lo que sugiere que algunos de estos «chicles prehistóricos» fueron compartidos por varios individuos. El acto de mascar alquitrán podría haber tenido también un componente social o ritual que apenas comenzamos a entender.

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Una dieta reconstruida desde la resina

El análisis del ADN vegetal y animal contenido en los fragmentos ha proporcionado una visión fascinante de la dieta de estas comunidades. Se han identificado restos de cereales como trigo y cebada, frutos secos como avellanas, legumbres como guisantes e incluso el polémico caso del opio o amapola de pan, cuya presencia plantea preguntas sobre su uso alimenticio o psicoactivo.

También se encontraron rastros de peces de agua dulce, jabalíes y ovejas, lo cual refuerza la hipótesis de que estos grupos humanos eran cazadores, recolectores y agricultores al mismo tiempo. En algunos fragmentos adheridos a puntas de flecha se halló ADN de especies como el lucio o el carpio, sugiriendo que las flechas también eran utilizadas para pescar, algo poco documentado hasta ahora.

En resumen, cada uno de estos fragmentos de alquitrán se ha convertido en un testigo mudo pero revelador de la vida cotidiana en el Neolítico.

Aunque el foco de la investigación reciente está en las sociedades neolíticas, el uso del alquitrán de abedul se remonta aún más atrás. Las primeras evidencias datan de hace al menos 200.000 años, cuando los neandertales ya lo utilizaban para fijar hojas de sílex a mangos de madera. Es uno de los primeros materiales sintéticos producidos por el ser humano, obtenido mediante destilación en ausencia de oxígeno, una técnica que requería control del fuego y conocimiento empírico.

La continuidad en el uso de este material durante decenas de miles de años sugiere que, más allá de su utilidad, existía un conocimiento transmitido entre generaciones sobre su fabricación y aplicación. La sorprendente conservación del ADN en este tipo de material ha permitido, incluso, reconstruir genomas completos a partir de una simple masa masticada, como en el caso de una joven danesa de hace 5.700 años, cuyos restos no fueron hallados en un enterramiento sino en un fragmento de alquitrán abandonado.

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Hoy, lo que comenzó como una investigación sobre un adhesivo ancestral se ha convertido en una de las herramientas más potentes para acercarnos a las personas del pasado. Un objeto desechado, considerado irrelevante durante décadas, es ahora un testimonio directo de la vida cotidiana de mujeres, hombres y adolescentes que vivieron hace miles de años.

Gracias al cruce de disciplinas como la arqueología molecular, la genética y la química analítica, estos pedazos de alquitrán ya no solo sirven para hablar de tecnología prehistórica, sino también de relaciones sociales, dieta, salud, género y hasta de identidad cultural.

Y todo esto, gracias a lo que —con asombrosa precisión— podríamos llamar el primer “chicle” de la humanidad.

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