16 de noviembre de 2002: el día que un hombre enfermó en China sin saber que era el paciente cero del SARS

Lo que comenzó como un simple caso de neumonía en una ciudad del sur de China marcó el inicio de una epidemia que tardó meses en ser comprendida.
El desconocido caso del paciente cero del SARS que marcó el inicio de una epidemia invisible El desconocido caso del paciente cero del SARS que marcó el inicio de una epidemia invisible
El desconocido caso del paciente cero del SARS que marcó el inicio de una epidemia invisible. Foto: Istock

Durante años, el 16 de noviembre de 2002 pasó desapercibido. No fue una fecha recogida en los libros de historia ni mencionada en informativos. Nadie imaginaba entonces que aquel día, un hombre anónimo que enfermó en una ciudad del sur de China marcaría el inicio de una cadena de acontecimientos que sacudiría al planeta. El brote de SARS, conocido posteriormente como el “hermano mayor” del COVID-19, comenzaba así, en silencio, con un paciente que apenas sabía que portaba un virus desconocido para la ciencia.

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El lugar fue Foshan, una ciudad de rápido crecimiento en la provincia china de Guangdong. Allí, un manipulador de alimentos desarrolló síntomas de una neumonía inusual. No había motivo para el pánico: China, como muchos países asiáticos, enfrentaba a menudo enfermedades respiratorias en la temporada fría. Pero este caso era distinto. Y lo que parecía un episodio aislado pronto se convertiría en un fenómeno internacional.

De los mercados al mundo: un brote que se gestó en la sombra

El brote inicial permaneció oculto durante semanas. Las autoridades sanitarias no lograron conectar los primeros casos ni identificar con claridad el origen del patógeno. Entre los primeros afectados había cocineros, vendedores y trabajadores de mercados húmedos: espacios urbanos donde animales vivos y productos frescos conviven en condiciones poco higiénicas. Allí, en una convivencia forzada entre humanos, civetas y murciélagos, el virus encontró el entorno perfecto para dar el salto.

A diferencia de pandemias pasadas, la expansión del virus no fue inmediata ni evidente. La enfermedad, que más tarde sería bautizada como Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS, por sus siglas en inglés), se transmitía de forma más lenta que otros patógenos. Pero tenía una particularidad peligrosa: afectaba con gravedad y podía matar.

Cuando los epidemiólogos empezaron a unir las piezas en enero de 2003, ya era demasiado tarde para contenerlo en Guangdong. La enfermedad había comenzado a propagarse entre trabajadores sanitarios, lo que encendió las primeras alarmas reales. El virus viajaba más lejos de lo que muchos pensaban, y lo hacía en el cuerpo de pacientes, médicos y viajeros.

La situación se tornó crítica cuando un médico del sur de China, que se encontraba con síntomas, viajó a Hong Kong en febrero de 2003. El hotel donde se hospedó se convirtió en uno de los focos más estudiados de la historia reciente de las enfermedades infecciosas. Sin saberlo, contagió a una docena de personas en apenas unas horas. Algunas de ellas tomaron vuelos internacionales poco después, esparciendo el virus por todo el mundo.

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Desde Hong Kong, el SARS se expandió a Vietnam, Canadá, Singapur y otros países. Las imágenes de calles vacías, hospitales desbordados y ciudadanos con mascarillas empezaron a ocupar titulares globales. Pero no fue hasta marzo de ese año que la Organización Mundial de la Salud lanzó una alerta internacional. El mundo se enfrentaba a un nuevo tipo de coronavirus que había mutado para infectar humanos, con una tasa de mortalidad preocupante y sin tratamiento específico.

El caos se extendía más rápido que las soluciones. Para cuando se identificó al virus como un nuevo coronavirus el 24 de marzo de 2003, ya se habían producido más de 1.000 contagios. La carrera científica comenzaba tarde, y los sistemas de vigilancia epidemiológica mostraban fallas estructurales.

Una lección dolorosa… que no aprendimos del todo

El SARS de 2002-2003 afectó a más de 8.000 personas y causó la muerte de 774. Su letalidad superó el 9 %, una cifra muy superior a la de muchas enfermedades respiratorias. Sin embargo, logró ser contenido con medidas de salud pública clásicas: cuarentenas estrictas, rastreo de contactos y confinamiento selectivo. En pocos meses, el brote estaba prácticamente erradicado.

Este éxito relativo fue engañoso. Muchos lo vieron como una victoria de los protocolos sanitarios. Pero en realidad, el virus fue contenido porque su ventana de contagio coincidía con el momento de mayor gravedad clínica, lo que facilitaba su detección y aislamiento. A diferencia del SARS-CoV-2 (el virus causante de la COVID-19), el SARS no se transmitía con tanta facilidad antes de que el paciente mostrara síntomas.

Sin embargo, la historia no acabó ahí. Tras ese brote inicial, surgieron otros casos esporádicos en 2004 que sirvieron a los científicos para profundizar en su origen. Investigaciones en mercados chinos apuntaron a animales como las civetas y los perros mapache, usados en la gastronomía local. Pero la pista clave se encontraría años después en una cueva de Yunnan, una remota región de China donde habitan diversas especies de murciélagos. Allí se hallaron virus muy similares al del SARS, lo que confirmó su origen zoonótico y elevó el nivel de alerta entre los virólogos.

El eco de una epidemia: la antesala de la COVID-19

Con la aparición del COVID-19 en 2019, muchos volvieron la vista atrás. El paralelismo era inquietante. Otro coronavirus, otra enfermedad respiratoria, otro inicio en un mercado con animales vivos, otra expansión global. Pero esta vez, la magnitud fue incomparable.

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La experiencia del SARS permitió algunos avances en la detección rápida y la comunicación científica. En solo dos semanas desde los primeros casos de COVID-19, se identificó el genoma del nuevo virus. Y en un tiempo récord, las primeras vacunas ya estaban en desarrollo gracias a tecnologías como el ARN mensajero.

Sin embargo, también hubo errores repetidos. La advertencia lanzada por virólogos en 2017, que urgía a detener la venta de animales salvajes y respetar los hábitats naturales, cayó en saco roto. El comercio de especies exóticas, la urbanización descontrolada y la cercanía entre humanos y fauna silvestre siguieron alimentando el riesgo de nuevos brotes. Era como si el mundo no hubiese aprendido lo suficiente del primer aviso.

El SARS fue, en muchos sentidos, un ensayo general. Una epidemia controlada que ofreció una oportunidad de fortalecer los sistemas de salud, de prevenir futuras zoonosis, de cambiar hábitos y políticas. Pero, como suele suceder en la historia de la humanidad, las lecciones aprendidas se olvidan con rapidez cuando el peligro desaparece.

¿Estamos preparados para el próximo brote?

Hoy, más de veinte años después de aquel 16 de noviembre de 2002, los científicos insisten en que no se trata de si habrá otra pandemia, sino de cuándo. Y aunque la tecnología y la cooperación internacional han avanzado, las raíces del problema —la relación desequilibrada entre seres humanos y la naturaleza— siguen sin resolverse.

El caso cero del SARS no fue simplemente un evento epidemiológico: fue el punto de partida de una era. Una era donde los virus ya no respetan fronteras, donde la salud humana está ligada inexorablemente al medioambiente y donde cada brote es un espejo de nuestras decisiones colectivas. Recordar el inicio silencioso de aquella epidemia no es solo un ejercicio de memoria histórica, sino una necesidad urgente para enfrentar los desafíos del presente.

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