Lo mismo de siempre: el Senado de EE.UU. reaviva los mitos antivacunas con un pésimo estudio que la propia Henry Ford Health rechazó por sus graves errores

Un abogado cercano a RFK Jr. llevó al Senado de EE.UU. un análisis sobre vacunas plagado de fallos básicos, nunca revisado por pares ni publicado como preprint, y que incluso en la propia Henry Ford fue considerado un desastre, reabriendo viejos mitos pese a décadas de evidencia científica que los desmienten.
El estudio que compara enfermedades crónicas entre niños vacunados y no vacunados jamás fue revisado por expertos y sus datos siguen ocultos El estudio que compara enfermedades crónicas entre niños vacunados y no vacunados jamás fue revisado por expertos y sus datos siguen ocultos
El estudio que compara enfermedades crónicas entre niños vacunados y no vacunados jamás fue revisado por expertos y sus datos siguen ocultos. Foto: Istock

En una sala solemne del Capitolio, las cámaras enfocaban con intensidad a Aaron Siri. Con voz grave, el abogado cercano a Robert F. Kennedy Jr. levantó un documento como si fuera un arma humeante. “Aquí está la prueba”, dijo. No era un paper publicado, ni un informe revisado por pares, ni un estudio accesible al público. Era un manuscrito nunca sometido a evaluación científica, conocido como el análisis del sistema de salud Henry Ford.

El Senado lo escuchaba con expectación, como si se tratara de un hallazgo capaz de reescribir décadas de investigación sobre vacunas y salud infantil. Siri aseguró que los niños vacunados presentaban tasas mucho más altas de enfermedades crónicas que los no vacunados. Lo llamó evidencia silenciada.

Pero la realidad, como tantas veces en ciencia, es más prosaica y menos cinematográfica. El estudio lleva años sin publicarse porque arrastra errores básicos de diseño, inconsistencias estadísticas y conclusiones imposibles de sostener bajo el más mínimo escrutinio epidemiológico. Como señalaron expertos presentes en la audiencia, lo que ese análisis mide no son efectos de las vacunas, sino diferencias en el número de visitas médicas entre ambos grupos de niños.

El sesgo es evidente: quienes acuden más al médico tienen más diagnósticos en sus historiales. Y quienes apenas pisan una consulta aparecen como “libres” de enfermedades. Un espejismo estadístico que convierte la ausencia de diagnóstico en aparente ausencia de enfermedad.

La ilusión del cero

El ejemplo más llamativo: el informe atribuye cero casos de TDAH y discapacidades de aprendizaje entre miles de niños no vacunados. Cero. Una cifra imposible si se tiene en cuenta que, según datos nacionales, la prevalencia del TDAH en la infancia ronda el 11% y la de dificultades de aprendizaje el 9%. La única explicación plausible es que esos menores, al no acudir regularmente al sistema de salud, nunca recibieron el diagnóstico.

El mismo patrón se repite en otras condiciones. Según el tráiler del documental del grupo ICAN, entre los no vacunados no se habría registrado ni un solo caso de diabetes, tics, problemas de comportamiento, discapacidades intelectuales o lo que denominaban de forma genérica “disfunción cerebral”. Una lista tan amplia de “cero diagnósticos” resulta estadísticamente inverosímil. Estas patologías afectan de manera constante a una proporción de la población infantil en todos los países estudiados, lo que deja al descubierto que el estudio no está midiendo la salud real de los niños, sino la falta de contacto con el sistema médico.

Lo mismo ocurre con las infecciones de oído, que en el estudio aparecen hasta ocho veces más frecuentes entre los vacunados. No porque las vacunas las provoquen, sino porque quienes no son llevados al pediatra rara vez terminan con un código de “otitis media” en su historia clínica, aunque sufran los mismos dolores.

A ese sesgo se suma otra limitación reconocida en la audiencia: los niños vacunados habían acumulado el doble de tiempo de seguimiento y el doble de consultas médicas en comparación con los no vacunados. Esa diferencia convierte a cualquier diagnóstico en un artefacto del sistema, no en un reflejo fiel de la incidencia de las enfermedades. El propio Aaron Siri aseguró que los autores habían realizado análisis de sensibilidad para corregirlo, pero nunca se presentaron públicamente ni se ofrecieron datos que los respaldaran.

Como explicó Jake Scott, médico especialista en enfermedades infecciosas en Stanford y único facultativo presente en la audiencia, el documento confunde exposición a la atención médica con enfermedad real. Algo que, subraya, “cualquier estudiante de epidemiología habría detectado de inmediato”.

Lo que sí dicen los estudios revisados

La escena del Senado contrasta con décadas de investigaciones serias, muchas de ellas a gran escala y revisadas por pares. Un ejemplo es el estudio publicado en The New England Journal of Medicine en 2002, que siguió a más de 500.000 niños en Dinamarca y concluyó que la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubéola) no aumenta el riesgo de autismo.

Más de una década después, en 2013, un artículo publicado en The Journal of Pediatrics analizó la exposición acumulada a los componentes inmunológicos de las vacunas en los dos primeros años de vida. El resultado fue contundente: no hay relación entre el número de antígenos recibidos y el riesgo de desarrollar un trastorno del espectro autista.

La seguridad de las vacunas no se limita al autismo. El mismo sistema de vigilancia ha permitido detectar eventos rarísimos, como la anafilaxia. Un estudio coordinado por los CDC y publicado en The Journal of Allergy and Clinical Immunology calculó la tasa en 1,3 casos por cada millón de dosis administradas. Es decir, un evento real pero extremadamente infrecuente, que los sistemas de monitorización logran identificar y atender.

Y los estudios más recientes amplían aún más el panorama. En 2023, JAMA Pediatrics publicó datos sobre complicaciones neurológicas vinculadas a la gripe infantil. El mensaje fue claro: vacunar y tratar a tiempo con antivirales protege especialmente a niños con condiciones psiquiátricas o neurológicas, sin que se observe un aumento de efectos adversos por el fármaco más usado, oseltamivir.

En el mes de julio, un equipo danés dio un paso más. Analizó a 1,2 millones de niños seguidos durante más de dos décadas, comparando a vacunados y no vacunados en relación con 50 enfermedades crónicas distintas. Los resultados, publicados en Annals of Internal Medicine, son difíciles de ignorar: no existe asociación entre la exposición acumulada a vacunas con adyuvantes de aluminio y mayor riesgo de enfermedades autoinmunes, alergias o trastornos del neurodesarrollo.

Una fotografía más amplia

Los patrones de salud infantil cambian, pero no al ritmo de conspiraciones. En Estados Unidos, el diagnóstico de TDAH aumentó un 42% entre 2003 y 2011, según un informe del CDC publicado en Journal of the American Academy of Child & Adolescent Psychiatry. Una tendencia atribuida a cambios en criterios diagnósticos, mayor acceso a evaluaciones y factores sociales, no a las vacunas.

De manera similar, las discapacidades de aprendizaje afectan a entre un 8 y un 10% de la población infantil, como reflejan estudios epidemiológicos. Negar su existencia en cohortes enteras de niños no vacunados, como hace el estudio de Henry Ford, es borrar la realidad con un golpe de estadística.

Y cuando se observan verdaderas asociaciones, la ciencia también las reconoce. La OMS ha documentado en detalle reacciones raras, desde convulsiones febriles hasta anafilaxia, y ha desarrollado protocolos de vigilancia y respuesta. El propio NEJM, en estudios clásicos, recogió los riesgos asociados a enfermedades naturales —como el sarampión, capaz de provocar encefalitis y dejar secuelas neurológicas— que superan con creces los de la vacunación.

El ruido político y la evidencia

La audiencia en el Senado se presentó bajo un título paradójico: “Cómo la corrupción en la ciencia ha influido en la percepción pública y en las políticas relacionadas con las vacunas”. El resultado fue justo el contrario: una puesta en escena donde un manuscrito defectuoso se elevó al rango de prueba, mientras décadas de evidencia sólida eran reducidas a ruido de fondo.

La paradoja es evidente. Quienes denuncian supuesta censura en las revistas científicas no aportan datos revisados ni replicables, sino estudios sin publicar, sin acceso a métodos completos y sin revisión crítica. En contraste, la literatura médica ha seguido un camino riguroso: detectar riesgos reales, cuantificarlos y actualizar recomendaciones.

Ciencia frente a espectáculo

Lo ocurrido en el Capitolio es un recordatorio de que la ciencia y la política hablan lenguajes distintos. La ciencia se mueve en escalas largas, con revisiones, correcciones y acumulación de pruebas. La política, en cambio, busca el impacto inmediato de la frase contundente y la imagen televisiva.

Pero cuando la segunda se disfraza de la primera, el resultado es confusión. Padres y madres terminan enfrentándose a un ruido ensordecedor: entre quienes prometen certezas absolutas y quienes insisten en que no hay nada que temer.

La realidad, como muestran los estudios en Dinamarca, Estados Unidos y Alemania, es más compleja y también más tranquilizadora. Las vacunas no son perfectas, pero tampoco son las culpables de la epidemia de enfermedades crónicas infantiles. Lo que sí son, según todos los datos acumulados hasta la fecha, es una de las herramientas de salud pública más seguras y eficaces que ha tenido la humanidad.

Un cierre abierto

Hace apenas unas décadas, el sarampión era causa de miles de muertes anuales en países desarrollados. Hoy, esas cifras parecen tan lejanas como las imágenes en blanco y negro de hospitales repletos por la polio. Esa memoria histórica se desvanece rápido, y con ella la percepción del riesgo real de las enfermedades que las vacunas previenen.

El debate encendido en el Capitolio no fue un duelo de datos, sino un espejo de nuestra época: la tensión entre la paciencia de la ciencia y la inmediatez del espectáculo político.

Quizás el mayor reto no sea solo seguir acumulando evidencia, sino aprender a contarla con la misma fuerza narrativa con la que los mitos se propagan. Porque, al final, la confianza en la ciencia se juega también en el terreno de las historias que somos capaces de compartir.