Durante décadas, la mayor parte de nuestro ADN ha sido calificada como “basura genética”: largas cadenas repetitivas que, según se creía, no hacían nada más que ocupar espacio en el genoma. Sin embargo, un nuevo estudio internacional publicado en Science Advances y liderado por investigadores del Instituto para el Estudio Avanzado de Biología Humana (ASHBi) de la Universidad de Kioto ha demostrado que esta porción olvidada de nuestro ADN esconde un papel mucho más relevante.
El hallazgo revela que fragmentos de antiguos virus, que se infiltraron en el genoma de nuestros antepasados hace millones de años, actúan hoy como interruptores que encienden o apagan genes en momentos clave del desarrollo humano. En otras palabras, los “fantasmas virales” que llevamos en nuestra genética han pasado de ser invasores a aliados que moldean quiénes somos.
Aproximadamente el 8% de nuestro genoma proviene de retrovirus endógenos: fragmentos virales que infectaron las células germinales de nuestros ancestros y se transmitieron de generación en generación. Con el paso de millones de años, estos restos virales perdieron su capacidad de producir nuevas infecciones, pero no desaparecieron.
Entre ellos, un tipo de secuencias conocido como LTR (Long Terminal Repeat) actúa como auténticos “interruptores genéticos”. En su forma viral original, estas secuencias ayudaban al virus a multiplicarse. En nuestra versión heredada, se han convertido en puntos de control que pueden regular genes cercanos, influyendo en procesos tan delicados como el desarrollo embrionario o la actividad de células madre.
Sin embargo, estudiar estas secuencias ha sido siempre un desafío. Son altamente repetitivas, muy parecidas entre sí, y los métodos tradicionales para catalogarlas suelen generar confusión o directamente pasarlas por alto.
Reescribiendo el mapa del ADN “fantasma”
El equipo internacional centró su atención en una familia de secuencias conocida como MER11, una de las más jóvenes en el genoma de los primates. Mediante un análisis filogenético —que rastrea la historia evolutiva de las secuencias— y comparando genomas de decenas de especies, los científicos descubrieron que la clasificación tradicional estaba equivocada: lo que antes se consideraba un único grupo de secuencias eran en realidad cuatro subfamilias nuevas, denominadas MER11_G1 a G4.
Esta nueva clasificación no es solo una cuestión de nomenclatura. Reveló un patrón oculto: las secuencias más jóvenes, en especial MER11_G4, son mucho más activas como reguladores genéticos que las más antiguas. Esto significa que los fragmentos virales que se integraron más recientemente en el genoma humano aún conservan, o han adquirido, funciones clave para controlar la actividad de nuestros genes.
Para comprobarlo, los investigadores realizaron un experimento masivo utilizando una técnica conocida como lentiMPRA. Insertaron cerca de 7.000 fragmentos MER11 en células madre humanas y en células neuronales en desarrollo, midiendo cuáles de ellos activaban genes con mayor intensidad.
El resultado fue claro: los MER11 más jóvenes funcionan como auténticos aceleradores genéticos, y algunos poseen secuencias específicas —motivos de unión a factores de transcripción— que solo aparecen en humanos y chimpancés, pero no en macacos. Esta diferencia sugiere que estas piezas virales han podido contribuir a la divergencia evolutiva de nuestra especie, influyendo en cómo y cuándo ciertos genes se encienden durante el desarrollo.
De invasores a arquitectos genéticos
Uno de los hallazgos más intrigantes es que pequeñas mutaciones —a veces un solo cambio en una letra del ADN— han creado nuevas señales regulatorias capaces de atraer proteínas clave para el desarrollo. Entre ellas, aparecen motivos de la familia SOX, esenciales para la formación de tejidos durante las primeras fases embrionarias.
Este detalle conecta la historia de los virus con la evolución de los primates: lo que comenzó como una infección hace decenas de millones de años terminó proporcionando a nuestra especie un arsenal de interruptores genéticos que la evolución ha aprovechado para innovar en la regulación del genoma.
Los investigadores no solo se centraron en MER11. Su método permitió reanotar otras 53 subfamilias de secuencias LTR, revelando 75 nuevos grupos que habían pasado desapercibidos. En total, casi un tercio de estas secuencias fueron reclasificadas, lo que abre la puerta a nuevas investigaciones sobre cómo la “basura genética” contribuye a los rasgos que nos hacen humanos.
Implicaciones para la biología y la medicina
Estos descubrimientos cambian la manera en que entendemos el genoma humano. Lo que antes se consideraba relleno inútil ahora se perfila como un complejo entramado de interruptores que ayudan a orquestar la sinfonía genética que mantiene vivas nuestras células.
Además, entender cómo funcionan estas secuencias puede tener aplicaciones en medicina. Algunos retrovirus endógenos han sido vinculados con enfermedades autoinmunes, cáncer y trastornos neurológicos cuando se reactivan o pierden su control epigenético. Identificar sus funciones regulatorias podría revelar nuevas dianas terapéuticas o biomarcadores de riesgo.
Pero quizás la implicación más profunda sea evolutiva. Estos fragmentos virales son testigos y motores de nuestra historia biológica. Cada inserción, cada mutación y cada cooptación de una secuencia viral cuenta la historia de un antiguo conflicto entre invasores y anfitriones, una guerra molecular que ha dejado huellas funcionales en nuestro ADN.
El legado de los virus en lo que somos
El estudio liderado por ASHBi y publicado en Science Advances es un recordatorio de que el genoma humano es mucho más dinámico y complejo de lo que parecía hace dos décadas, cuando se completó su secuenciación.
Lejos de ser simple “ADN basura”, estas secuencias virales son archivos históricos de nuestra evolución y, al mismo tiempo, herramientas activas de regulación genética. Lo que antaño fue un parásito hoy es un engranaje esencial de nuestra biología.
A medida que los científicos continúan desentrañando la función de estos elementos, es probable que descubramos que una parte significativa de lo que nos hace humanos proviene de la herencia más insospechada: los restos de antiguos virus que se negaron a desaparecer.