El 1 de septiembre de 1859, el astrónomo británico Richard Carrington observaba el sol desde su observatorio privado, cuando vio algo que le llamó la atención: dos manchas brillantes y blancas que brotaban de unas oscuras regiones solares. Lo que Carrington había presenciado era una gigantesca llamarada solar, una violenta eyección de plasma y partículas cargadas que viajaron a gran velocidad hacia la Tierra.
Al llegar a nuestro planeta, esas partículas interactuaron con el campo magnético terrestre, creando una intensa perturbación conocida como tormenta geomagnética. Uno de los efectos más visibles de este fenómeno fue el aumento y la expansión de las auroras boreales y australes, que se extendieron hasta latitudes insólitas, como el Caribe, el Mediterráneo o el ecuador.
Las auroras son el resultado de la colisión de las partículas solares con los átomos y moléculas de la atmósfera, que emiten luz de diferentes colores según su energía y su composición. Normalmente, las auroras se limitan a las regiones polares, donde el campo magnético es más débil y permite el paso de las partículas.
Sin embargo, en el caso del evento Carrington, la magnitud de la tormenta fue tal que las auroras se hicieron visibles en casi todo el mundo.
Muchas personas quedaron maravilladas por el espectáculo celeste, que iluminó el cielo nocturno con tonos rojos, verdes, azules y morados. Algunos incluso aprovecharon la luz para leer el periódico o realizar sus tareas cotidianas. Otros, en cambio, se asustaron y pensaron que se trataba de un presagio del fin del mundo, de un incendio masivo o de una señal divina.
Un caos en las comunicaciones
Pero las auroras no fueron el único efecto de la tormenta geomagnética. El otro gran afectado fue el sistema de telégrafos, que en aquella época era el principal medio de comunicación a larga distancia. La corriente eléctrica inducida por las partículas solares en los cables telegráficos provocó numerosos fallos, cortes, chispazos e incluso incendios en las estaciones y en el papel utilizado para registrar los mensajes.
Algunos operadores telegráficos sufrieron descargas eléctricas al tocar los aparatos, y otros tuvieron que desconectar las baterías para evitar daños mayores. Sin embargo, lo más curioso fue que algunos descubrieron que podían seguir enviando y recibiendo mensajes sin necesidad de las baterías, utilizando solo la corriente generada por la tormenta. Este hecho, que hoy nos parece increíble, se explica por la ley de Faraday, que establece que un campo magnético variable induce una corriente eléctrica en un circuito cerrado.
La interrupción de las comunicaciones telegráficas tuvo consecuencias económicas, políticas y sociales, ya que afectó al comercio, a la prensa, a las administraciones públicas y a los ciudadanos. El telégrafo era el equivalente al internet de hoy en día, y su mal funcionamiento supuso un gran trastorno para la sociedad de la época.
¿Qué pasaría si se repitiera el evento Carrington?
El evento Carrington fue la mayor tormenta geomagnética registrada hasta la fecha, y se estima que tuvo una intensidad de unos 850 nanoteslas, una unidad que mide la variación del campo magnético. Para comparar, una tormenta geomagnética moderada tiene una intensidad de unos 50 nanoteslas, y una severa, de unos 100 nanoteslas.
La última tormenta de este tipo ocurrió en 1989, y causó un apagón eléctrico que dejó sin luz a seis millones de personas en Quebec, Canadá.
El evento Carrington fue la mayor tormenta geomagnética registrada hasta la fecha, y se estima que tuvo una intensidad de unos 850 nanoteslas.
Pero ¿qué pasaría si se repitiera un evento como el de 1859? ¿Estamos preparados para afrontar una amenaza solar de esa magnitud? La respuesta es no. Según un informe de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, una tormenta geomagnética similar al evento Carrington podría causar “extensas disrupciones sociales y económicas” debido a su impacto en las redes eléctricas, las comunicaciones por satélite y los sistemas de navegación GPS.
No en vano, el coste potencial se estimaría entre uno y dos billones de dólares, de acuerdo a diversas fuentes.
Y es que nuestra civilización actual es mucho más dependiente de la tecnología que la del siglo XIX, y por tanto, más vulnerable a las perturbaciones solares. Un colapso de la electricidad y las comunicaciones podría tener efectos devastadores en sectores como la salud, la seguridad, el transporte, la banca, la educación o el entretenimiento. Además, podría poner en riesgo la vida de los astronautas y los aviones que vuelan a gran altitud, donde la radiación solar es más intensa.