Titanic

A comienzos del siglo XX, el mundo parecía avanzar a una velocidad sin precedentes. Las máquinas, los grandes transatlánticos y las ciudades iluminadas por electricidad simbolizaban una era de optimismo industrial. En ese contexto, la construcción del Titanic representó mucho más que un simple barco: fue la expresión del ingenio humano, del lujo sin límites y de una confianza desbordante en la tecnología. Sin embargo, su hundimiento en abril de 1912, durante su viaje inaugural, se convirtió en uno de los mayores recordatorios de que incluso las obras más grandiosas pueden naufragar ante la naturaleza… o por exceso de confianza.

El Titanic no solo transportaba a más de dos mil personas; llevaba a bordo las esperanzas de una época entera. Con salones decorados como palacios flotantes, escaleras monumentales y una promesa de seguridad casi absoluta, se vendía como un prodigio imposible de hundir. Pero esa seguridad era, en muchos sentidos, más un relato de marketing que una realidad técnica. Cuando el casco del barco chocó con un iceberg en las frías aguas del Atlántico Norte, todo lo que se había construido en torno a su invulnerabilidad se desmoronó en cuestión de horas.

Más de 1.500 vidas se perdieron esa noche, en un desastre que expuso fallos técnicos, improvisación en la evacuación y desigualdades sociales marcadas en la distribución de los botes salvavidas. Desde entonces, el Titanic ha pasado de ser una tragedia puntual a convertirse en símbolo: de la arrogancia industrial, del precio del progreso, y de las historias humanas que flotan, aún hoy, entre los restos oxidados del océano.

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