En la Roma imperial, los actores de teatro deslumbraban sobre el escenario… pero vivían en los márgenes de la sociedad

En la antigua Roma, los actores podían llenar teatros monumentales y ganarse el favor del público, pero su fama terminaba en la calle, donde eran considerados indignos de ciudadanía.
Mosaico del siglo II d. C. con dos máscaras teatrales apoyadas sobre un pedestal en esquina Mosaico del siglo II d. C. con dos máscaras teatrales apoyadas sobre un pedestal en esquina
Mosaico del siglo II d. C. con dos máscaras teatrales apoyadas sobre un pedestal en esquina. Foto: Wikimedia

Podían arrancar ovaciones del público, mover a lágrimas a toda una ciudad o incluso ser recibidos como celebridades por algunos aristócratas. Pero cuando caía el telón, el destino de los actores romanos estaba sellado por una realidad dura y contradictoria: eran ídolos sin derechos, artistas sin dignidad legal, personajes admirados pero despreciados. La vida sobre las tablas en la antigua Roma fue, para muchos de sus intérpretes, un juego constante entre el reconocimiento fugaz y el rechazo permanente.

Lejos de lo que pudiera parecer, subir a un escenario en el mundo romano no significaba prestigio. Al contrario, era sinónimo de infamia legal. La ley los colocaba en el mismo peldaño que los esclavos o las prostitutas. Aunque algunos alcanzaban cierta fama e incluso riqueza, eso no bastaba para cambiar su estatus jurídico. Un actor podía estar cenando con un cónsul una noche… y ser ignorado por la misma sociedad que lo aplaudía al día siguiente.

Cuando el teatro se convirtió en una herramienta del poder

Con la llegada de Augusto y la instauración del Imperio, el teatro dejó de ser un simple entretenimiento. El primer emperador supo entender, con gran intuición política, que los espectáculos eran mucho más que ocio para las masas. Eran una forma de construir identidad colectiva, de reforzar valores comunes, de consolidar su imagen como figura paternal y guía moral del pueblo romano.

Augusto promovió la construcción de teatros en todos los rincones del imperio. Algunos, como el imponente Teatro de Marcelo, aún conservan sus huellas en Roma. Estas edificaciones, cuidadosamente diseñadas, se convirtieron en templos del entretenimiento estatal. Los espectáculos eran gratuitos, financiados por figuras públicas que buscaban el favor del pueblo. El mensaje era claro. Roma ofrecía diversión… y también una visión del mundo en la que los dioses, los héroes y la moral imperial tenían su papel protagonista.

En estos escenarios desfilaban tragedias solemnes, comedias provocadoras, mimos irreverentes y pantomimas acompañadas de música. Las máscaras, con sus gestos exagerados, permitían a los actores amplificar las emociones, encarnar a dioses y reyes, y —quizás irónicamente— ocultar su propia identidad social marcada por el desprecio.

Entre la ovación y el desprecio: la paradoja del actor

A pesar del papel esencial que cumplían en el engranaje ideológico del imperio, los actores eran legalmente infames. Esta categoría los privaba de derechos fundamentales como el voto, el acceso a cargos públicos o la autonomía sobre su propio cuerpo. En términos jurídicos, eran tan despreciables como un esclavo sin amo. Y sin embargo, algunos llegaron a codearse con la élite política, como el célebre Clodio Esopo, a quien el mismísimo Cicerón contaba entre sus amistades.

La contradicción no podía ser más profunda. Los romanos admiraban el talento, pero no lo consideraban virtud. Para la mentalidad dominante, el ciudadano honorable debía mostrarse comedido, digno, dueño de sí. El actor, al contrario, fingía, provocaba, se convertía en otro. Su cuerpo y su voz no le pertenecían: eran instrumentos de placer ajeno. Y eso lo convertía, según la moral tradicional, en alguien carente de respeto.

Las mujeres tampoco escapaban a esta lógica excluyente. Aunque hay rastros de su participación en espectáculos de menor categoría —como el mimo o la pantomima—, las grandes producciones reservaban sus papeles femeninos a hombres enmascarados. Como siglos después haría Shakespeare, los romanos preferían mantener a las mujeres fuera del escenario… aunque no del público, que en Roma sí podía ser mixto, a diferencia del mundo griego.

Ensayos eternos, giras precarias y fama inestable

Los actores formaban parte de compañías itinerantes, recorriendo provincias y ciudades en busca de festivales donde actuar. Su sustento dependía de la generosidad de mecenas o autoridades locales. Los más afortunados podían recibir oro, joyas o incluso propiedades. Los demás, apenas comida y techo.

La formación era exigente. Las voces debían proyectarse hasta las últimas filas de teatros descubiertos, sin micrófonos ni tecnología. Los gestos estaban codificados para expresar emociones claras, incluso exageradas, que pudieran entenderse a distancia. Las coreografías eran meticulosas, y las pantomimas, físicamente agotadoras. Lesiones, agotamiento, falta de descanso… ser actor también implicaba un desgaste físico permanente.

Y pese a todo, el público seguía y aclamaba a ciertos actores como hoy lo haríamos con una estrella de cine. Algunos inspiraban murales, grafitis o menciones en textos literarios. Sus nombres podían viajar de ciudad en ciudad, su fama —aunque legalmente inútil— se esparcía como el eco de sus voces en el teatro.

Referencias

  • Beacham RC. The Roman Theatre and Its Audience. Cambridge, MA: Harvard University Press; 1991.
  • Csapo E, Slater WJ. The Context of Ancient Drama. Ann Arbor: University of Michigan Press; 1995.
  • Manuwald G. Roman Republican Theatre. Cambridge: Cambridge University Press; 2011.