A lo largo de la historia, la peste ha sido uno de los grandes temores de la humanidad. Desde la devastadora peste negra que asoló Europa en la Edad Media hasta los esporádicos brotes que todavía se registran en el siglo XXI, esta enfermedad bacteriana ha dejado una huella profunda y persistente en nuestras sociedades. Pero un nuevo hallazgo arqueológico está sacudiendo los cimientos de lo que sabíamos sobre sus orígenes: un diente de oveja de hace casi 4.000 años ha revelado una historia totalmente inesperada sobre cómo se propagó la peste en la Edad del Bronce.
Un hallazgo sin precedentes en el corazón de Eurasia
En el yacimiento de Arkaim, una antigua ciudad fortificada ubicada en lo que hoy es el sur de Rusia, arqueólogos han recuperado restos de animales que datan del segundo milenio antes de nuestra era. Esta región fue habitada por la cultura Sintashta-Petrovka, una sociedad ganadera conocida por su habilidad para criar caballos, vacas y ovejas, y por su movilidad a lo largo de las vastas estepas euroasiáticas. Lo que nadie esperaba era encontrar entre esos restos el primer genoma completo de Yersinia pestis, la bacteria de la peste, en un animal no humano: una oveja.
Este descubrimiento, publicado recientemente en la revista Cell por un equipo internacional de investigadores liderado por el Instituto Max Planck, es el primero que conecta de manera directa a un animal doméstico con la transmisión de la peste durante la Edad del Bronce. Hasta ahora, todos los genomas antiguos de esta bacteria se habían hallado en restos humanos. El hallazgo no solo aporta una nueva pieza al puzle de cómo se propagaba la enfermedad, sino que también obliga a repensar las rutas de contagio en un mundo en el que las pulgas todavía no eran el principal vector.
¿Cómo se propagaba una peste sin pulgas?
Una de las grandes incógnitas sobre la peste prehistórica ha sido siempre su forma de transmisión. Las cepas modernas se expanden principalmente mediante la picadura de pulgas infectadas, pero las variantes antiguas carecían de los genes necesarios para sobrevivir en el sistema digestivo de estos insectos. Entonces, ¿cómo lograba Yersinia pestis recorrer miles de kilómetros y causar estragos entre poblaciones humanas tan dispares?
La oveja infectada descubierta en Arkaim podría ser la clave. El análisis genético del diente muestra que este animal portaba una cepa idéntica a la encontrada en un ser humano enterrado en un sitio cercano. La coincidencia genética es tan exacta que, si no se supiera que el ADN provenía de una oveja, se pensaría que era de una persona. Esto sugiere que tanto animales como humanos estaban expuestos al mismo reservorio de la enfermedad, posiblemente una especie silvestre aún no identificada.
La idea de que el ganado doméstico pudo haber actuado como puente entre los humanos y las especies silvestres infectadas revoluciona nuestra comprensión del contagio en tiempos prehistóricos. Especialmente en sociedades ganaderas como la de Arkaim, donde los animales convivían estrechamente con las personas y se desplazaban a lo largo de grandes distancias.
Un linaje extinto pero fundamental para entender el presente
La cepa identificada pertenece a un linaje extinto conocido como la variante de la Edad del Bronce y del Neolítico Tardío, o LNBA por sus siglas en inglés. Esta variante estuvo activa durante unos 2.000 años, entre aproximadamente 2900 y 500 a.C., extendiéndose desde Europa Central hasta Mongolia. A diferencia de las cepas medievales o modernas, el linaje LNBA no muestra una diversificación geográfica clara, lo que indica que pudo haberse mantenido como una sola línea genética a lo largo de todo ese tiempo y espacio.
Este patrón es muy inusual para un patógeno y sugiere que la bacteria se enfrentó a fuertes presiones evolutivas. De hecho, los investigadores encontraron que este linaje evolucionó bajo un tipo de selección purificadora: una estrategia evolutiva que elimina las mutaciones perjudiciales y favorece la estabilidad del genoma. También se identificaron signos de mutaciones repetidas en genes específicos, lo que podría señalar intentos fallidos de adaptación cuando la bacteria pasaba de su reservorio natural a nuevos huéspedes, como humanos o animales domésticos.
Esta evolución tan singular sugiere que ni los humanos ni las ovejas actuaban como reservorios principales del patógeno. Lo más probable es que ambos fueran víctimas colaterales de un ciclo ecológico más complejo en el que aún falta identificar al verdadero huésped permanente.
La pista del ganado en la expansión de la peste
La oveja infectada no es una simple anécdota arqueológica. Es un testimonio clave que ayuda a trazar el mapa de cómo la peste pudo haber cruzado continentes mucho antes de la Edad Media. En la estepa euroasiática, donde los pastores llevaban sus rebaños a lo largo de cientos de kilómetros, los animales actuaban como eslabones móviles entre poblaciones humanas distantes y ecosistemas salvajes.
Es posible que los animales contrajeran la enfermedad al entrar en contacto con roedores infectados o con sus cadáveres. Si luego eran sacrificados y consumidos sin la debida cocción, el contagio a los humanos habría sido casi inevitable. En un mundo sin antibióticos ni conocimiento microbiológico, bastaba con una mala práctica de higiene para iniciar una cadena de infecciones.
Este modelo de propagación tiene incluso ecos contemporáneos. En ciertas regiones de Asia Central, aún hoy se registran casos de peste bubónica originados por el contacto con marmotas o roedores salvajes. En algunos casos, ovejas o cabras se han infectado al ingerir carne contaminada, y posteriormente han transmitido la enfermedad a pastores y cazadores.
A pesar del avance que representa este hallazgo, queda una gran incógnita en el aire: ¿de qué especie proviene realmente esta peste prehistórica? El reservorio natural de la variante LNBA aún no ha sido identificado. Los expertos sospechan que pudo haber sido un roedor, pero no hay evidencia directa. Incluso se baraja la posibilidad de que aves migratorias pudieran haber participado en su propagación a grandes distancias.
El hecho de que la cepa haya permanecido casi sin cambios durante siglos sugiere que no era el ser humano quien mantenía viva la enfermedad, sino una especie aún por descubrir, capaz de albergar el patógeno sin sucumbir a él. Identificar a ese huésped primario es ahora uno de los grandes objetivos de la paleomicrobiología.
Redefiniendo lo que creíamos saber sobre la peste
Este descubrimiento, aparentemente modesto —un simple diente de oveja—, ha abierto una nueva puerta al pasado. Nos obliga a reevaluar cómo surgieron las grandes pandemias, cómo los humanos se relacionaron con su entorno, y hasta qué punto los animales que domesticamos pudieron haber influido en nuestro destino.
La peste, lejos de ser un fenómeno aislado del medievo europeo, parece tener raíces mucho más profundas y complejas. Una historia en la que ovejas, roedores, pastores y quizás hasta aves jugaron papeles tan importantes como el de las pulgas o los comerciantes medievales. Y ahora, gracias a la ciencia, estamos empezando a descubrirla.