A principios del siglo XX, cuando el cine todavía gateaba y la palabra “estrella” no se había convertido en sinónimo de celebridad internacional, Harold Lockwood era ya un nombre que hacía suspirar a miles de espectadores. Su rostro, proyectado en blanco y negro sobre las pantallas de los cines de barrio, representaba la imagen del héroe romántico por excelencia: apuesto, valiente, simpático y con un aura magnética que desbordaba la pantalla sin necesidad de una sola línea de diálogo.
Nacido en Brooklyn en 1887 y criado en Newark, Lockwood fue un joven de espíritu inquieto y carismático desde sus primeros años. Aunque su padre deseaba verlo en el negocio familiar de caballos de trote, Harold tenía otros planes. Lo intentó como vendedor en el sector textil, pero tras ser despedido por “demasiado seguro de sí mismo”, acabó siguiendo una intuición que cambiaría su destino: se subió a los escenarios del teatro y, más tarde, frente a la cámara de cine.
Un pionero del celuloide: vaudeville, westerns y romances
Como muchos de sus contemporáneos, Lockwood comenzó en el mundo del espectáculo desde abajo. Trabajó como corista, actuó en compañías teatrales ambulantes y se forjó en la dura escuela del vaudeville. Su transición al cine llegó en 1911, justo cuando los estudios de la costa este comenzaban a migrar hacia California. Allí, bajo la dirección de pioneros como Edwin S. Porter y Thomas Ince, Lockwood se convirtió rápidamente en un actor prolífico, participando en más de 135 películas en apenas siete años.
Su carrera fue meteórica. Destacó en los primeros westerns y en melodramas populares de la época, compartiendo escena con leyendas como Mary Pickford, Dorothy Davenport o Marguerite Clark. Pero sería su colaboración con la actriz May Allison lo que consolidaría su estatus de estrella. Juntos formaron una de las primeras parejas románticas reconocidas del cine estadounidense, protagonistas de más de veinte películas entre 1915 y 1918. Su química en pantalla era tan intensa que muchos espectadores pensaban que también eran pareja en la vida real. No lo eran, pero eso poco importaba: su magnetismo era suficiente para llenar salas de cine en Estados Unidos y más allá.
En aquellos años, Lockwood fue también pionero en otro aspecto: elegir cuidadosamente los papeles que interpretaba. Alejado de las historias convencionales, buscaba guiones con fuerza narrativa, que ofrecieran personajes llenos de matices. En sus películas —como The River of Romance, The Avenging Trail o Pals First— combinaba acción, ternura y comedia, demostrando una versatilidad poco habitual en un cine dominado por estereotipos.
Una vida interrumpida en pleno apogeo
Cuando la pandemia de gripe alcanzó su punto álgido en el otoño de 1918, Harold Lockwood se encontraba en la cima de su popularidad. Acababa de estrenar Pals First, una de sus películas más exitosas, y trabajaba en nuevas producciones como The Yellow Dove, basada en un popular thriller de espionaje. Además de actuar, participaba activamente en la campaña nacional de apoyo a la Primera Guerra Mundial, recorriendo eventos públicos para promover los préstamos de guerra, en contacto constante con multitudes en un momento crítico.
Fue durante uno de estos compromisos patrióticos cuando contrajo el virus. Aunque los síntomas no tardaron en aparecer, Lockwood no dejó de trabajar. Continuó filmando su última película, The Yellow Dove, hasta que la fiebre y la fatiga lo obligaron a detenerse. En cuestión de días, su estado se agravó: la gripe derivó en una neumonía fulminante. El 19 de octubre de 1918, falleció en el Hotel Woodward de Nueva York. Tenía apenas 31 años.
Su muerte causó una gran conmoción en el mundo del cine. No solo porque era uno de los actores más admirados del momento, sino porque representaba una nueva forma de entender el arte cinematográfico. En un tiempo en que el séptimo arte aún buscaba legitimidad, Lockwood encarnaba al actor moderno: elegante, comprometido, exigente consigo mismo y con el material que interpretaba.
Varias de sus últimas películas, como Shadows of Suspicion o The Great Romance, se estrenaron de forma póstuma. En algunos casos, tuvieron que recurrir a dobles filmados desde atrás para completar las escenas que Lockwood no pudo terminar. Su rostro siguió iluminando la pantalla incluso después de su muerte, como una última reverberación de un talento que se fue demasiado pronto.

Un legado casi olvidado… pero no del todo perdido
Hoy, más de un siglo después de su fallecimiento, apenas una pequeña parte de la obra de Harold Lockwood ha sobrevivido. De las más de 130 películas que protagonizó, solo seis han llegado hasta nosotros, conservadas en archivos o colecciones fílmicas. Su memoria vive, en gran parte, gracias a los historiadores del cine mudo, a los coleccionistas y a quienes, fascinados por los orígenes de Hollywood, se sumergen en la historia de sus primeros ídolos.
Sin embargo, Lockwood no fue solo una estrella más de su tiempo. Fue, como diría un colega suyo, “uno de nosotros”: el chico del vecindario que jugaba al béisbol en los solares vacíos, que se enamoraba de la hija del dueño del carrusel, que insistía todos los días para conseguir un empleo, y que, cuando se le cerraban las puertas, encontraba una ventana por la que entrar.
Hay algo profundamente humano en su historia. No se trata solo de su éxito, sino de su carácter: persistente, apasionado, generoso. Se enfrentó a un mundo en plena transformación y supo encontrar su lugar en él, ayudando a modelar una industria que, sin saberlo, apenas comenzaba a escribir su propia leyenda.
La próxima vez que veamos una gran producción de Hollywood, con su estrella en lo alto del cartel, tal vez convenga recordar que, hace más de cien años, un joven llamado Harold Lockwood ya lo había hecho antes. Sin sonido, sin efectos especiales, sin redes sociales. Solo con su presencia y su talento.