Las vacunas no causan autismo: esto es lo que (verdaderamente) dice la ciencia

Numerosos estudios científicos han demostrado, sin lugar a dudas, que no existe ninguna relación entre las vacunas y el autismo, desmintiendo uno de los mitos más peligrosos de la salud pública.
Las vacunas han salvado millones de vidas y la ciencia ha confirmado que no tienen relación con el autismo, desmontando uno de los mayores mitos de la salud pública Las vacunas han salvado millones de vidas y la ciencia ha confirmado que no tienen relación con el autismo, desmontando uno de los mayores mitos de la salud pública
Las vacunas han salvado millones de vidas y la ciencia ha confirmado que no tienen relación con el autismo, desmontando uno de los mayores mitos de la salud pública. Foto: Istock

En 1998, un artículo publicado en The Lancet desató una de las mayores crisis de salud pública de la historia moderna. El médico británico Andrew Wakefield afirmaba en su estudio que existía una conexión entre la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubéola, MMR por sus siglas en inglés) y el autismo en niños. Esta afirmación, respaldada por datos manipulados y conflictos de interés ocultos, generó una ola de pánico que llevó a muchos padres a rechazar la vacunación de sus hijos. Y marcó el inicio del movimiento antivacunas moderno, tal y como lo conocemos hoy en día.

El impacto fue devastador. A medida que la cobertura de vacunación disminuía, enfermedades que se creían erradicadas comenzaron a resurgir. A pesar de que múltiples estudios han refutado cualquier vínculo entre la vacuna triple vírica y el autismo, el daño ya estaba hecho. Décadas después, el movimiento antivacunas sigue promoviendo esta mentira, lo que ha resultado en brotes de sarampión en países como Estados Unidos, Reino Unido, Francia e Italia.

El caso de Wakefield no solo evidencia el peligro de la desinformación, sino que también muestra cómo la pseudociencia, cuando se mezcla con intereses personales y agendas ocultas, puede poner en peligro la salud global.

El inicio del fraude: cuando Andrew Wakefield engañó al mundo

Todo comenzó con un artículo publicado en The Lancet, donde Wakefield aseguraba haber encontrado una conexión entre la vacuna triple vírica y síntomas de autismo en un grupo de 12 niños. Su estudio no solo tenía una muestra extremadamente pequeña, sino que sus métodos eran cuestionables y sus conclusiones, alarmistas.

Lo que no se sabía en ese momento era que Wakefield había recibido financiación de abogados que representaban a familias que planeaban demandar a fabricantes de vacunas. Además, tenía intereses comerciales en el desarrollo de una vacuna alternativa a la triple vírica, lo que representaba un claro conflicto de intereses.

La rueda de prensa en la que presentó sus hallazgos fue clave para propagar el pánico. A pesar de que en su propio estudio reconocía que no había probado una relación causal entre la vacuna y el autismo, Wakefield sugirió que los padres debían evitar la MMR y optar por vacunas individuales. La cobertura mediática hizo el resto: los titulares sensacionalistas se apoderaron de la historia y en poco tiempo la desconfianza hacia las vacunas creció exponencialmente.

La cronología del escándalo Wakefield

El caso de Andrew Wakefield se construyó sobre años de engaños y desinformación. La historia comienza en 1995, cuando Wakefield presentó su primera hipótesis sobre una posible relación entre el sarampión y problemas intestinales. A partir de ahí, su agenda tomó un giro más oscuro.

En febrero de 1998, The Lancet publicó su estudio, lo que marcó el inicio del pánico en la población. Durante la conferencia de prensa, Wakefield recomendó suspender la vacuna MMR en favor de vacunas individuales, sin pruebas concluyentes que respaldaran su afirmación. La comunidad científica reaccionó con escepticismo, y muchos investigadores comenzaron a cuestionar la metodología del estudio.

En el año 2000, Wakefield y el patólogo John O’Leary presentaron ante el Congreso de Estados Unidos un nuevo estudio en el que afirmaban haber encontrado rastros del virus del sarampión en el intestino de niños con autismo. Sin embargo, las técnicas empleadas en la investigación eran defectuosas y carecían de controles adecuados.

Entre 2002 y 2004, diversos estudios publicados en revistas científicas como BMJ, The New England Journal of Medicine y The Lancet desacreditaron por completo las afirmaciones de Wakefield, al no encontrar ninguna relación entre la vacuna MMR y el autismo.

En marzo de 2004, diez de los doce coautores del estudio original de The Lancet se retractaron públicamente, afirmando que no había suficiente evidencia para respaldar las conclusiones del artículo.

En enero de 2010, el Consejo Médico General del Reino Unido concluyó que Wakefield había actuado de manera deshonesta e irresponsable, manipulando y falsificando datos y realizando procedimientos médicos innecesarios en niños sin la aprobación de un comité ético.

En febrero de 2010, The Lancet retractó por completo el estudio de 1998, admitiendo que contenía datos falsificados. En mayo del mismo año, Wakefield fue inhabilitado para ejercer la medicina en el Reino Unido.

A pesar de la evidencia en su contra (y haber sido desacreditado), Wakefield continuó su cruzada contra las vacunas, mudándose a Estados Unidos, donde se convirtió en una figura clave del movimiento antivacunas. En 2016, dirigió el documental Vaxxed, una pieza de propaganda que difundía información falsa sobre las vacunas y sus supuestos efectos adversos.

El peso de la evidencia científica: los estudios que desmontaron el mito

Desde la publicación del estudio de Wakefield, decenas de investigaciones han demostrado que no existe ninguna relación entre la vacuna triple vírica y el autismo. Por ejemplo, en estudio realizado en el Reino Unido en 1999 concluyó que no había ninguna relación entre la vacunación y el diagnóstico de autismo, independientemente de si los niños habían recibido la vacuna o de la edad a la que fueron inmunizados. Además, se determinó que los casos de autismo no se presentaban exclusivamente poco después de la administración de la vacuna triple vírica. En 2001, otra investigación en California tampoco encontró vínculo entre el momento en que los niños recibieron la vacuna y el desarrollo de autismo. Un estudio similar en Atlanta llegó a la misma conclusión.

No obstante, uno de los estudios más contundentes fue publicado en 2002 en The New England Journal of Medicine. Investigadores daneses analizaron los datos de más de 500.000 niños y concluyeron que no había ninguna correlación entre la vacuna y el autismo.

En 2005, un estudio en Japón llegó a la misma conclusión. Curiosamente, en este país la vacuna había sido retirada del calendario de vacunación en 1993, pero la incidencia de autismo continuó aumentando, lo que demostraba que la enfermedad no tenía ninguna relación con la inmunización. Tal y como encontró otro estudio publicado en 2007, el cual no encontró diferencias significativas en la incidencia de regresión del autismo entre quienes recibieron o no la vacuna.

Un metaanálisis de 2014, que incluyó datos de más de 1,2 millones de niños, reforzó la evidencia de que las vacunas no causan autismo.

En 2015, un estudio en JAMA analizó a más de 95.000 niños, incluyendo a aquellos con hermanos diagnosticados con autismo. La conclusión fue la misma: no hay ninguna relación entre la vacuna y el trastorno.

Otro de los estudios más recientes, publicado en 2019 en Annals of Internal Medicine, evaluó a más de 650.000 niños en Dinamarca y confirmó nuevamente que la vacuna triple vírica es segura y no causa autismo. Mientras que, en 2020, una revisión de Cochrane, que analizó 138 estudios, concluyó que tanto la vacuna triple vírica como una versión más reciente que también protege contra la varicela son seguras, eficaces y no tienen ninguna relación con el autismo (con datos de más de 23 millones de niños).

Las consecuencias del fraude: el resurgimiento del sarampión

El impacto del fraude de Wakefield ha sido devastador. El miedo infundado hacia las vacunas ha provocado un descenso en la cobertura de inmunización y ha facilitado el resurgimiento de enfermedades prevenibles.

En Estados Unidos, el sarampión ha vuelto con fuerza. Un brote en Texas y Nuevo México ha superado los 300 casos, algo impensable hace décadas cuando la enfermedad estaba prácticamente erradicada. En 2019, la OMS incluyó la vacilación sobre las vacunas como una de las diez principales amenazas para la salud global. Ese mismo año, el informe titulado “La confianza en las vacunas en la UE” reveló que en varios países de la Unión Europea el escepticismo hacia la vacunación había ido en aumento; un fenómeno relacionado con la creciente desconfianza en la seguridad y efectividad de las vacunas a nivel global, originando que las tasas de vacunación hubieran disminuido, favoreciendo la reaparición de brotes de enfermedades prevenibles.

El sarampión no solo es altamente contagioso, con un R0 (tasa de transmisión) de entre 12 y 18, sino que puede tener efectos devastadores en el organismo. Además de causar neumonía, encefalitis y, en algunos casos, la muerte, el sarampión puede provocar “amnesia inmunitaria”, un fenómeno en el que el virus “borra” la memoria del sistema inmunitario, dejando al cuerpo vulnerable a otras infecciones durante años. De hecho, otros estudios han encontrado que el sistema inmunitario puede tardar entre dos y tres años en recuperarse por completo. Durante ese tiempo, los niños pueden ser más susceptibles a infecciones, incluso a aquellas contra las que antes estaban protegidos.

Un estudio publicado en el año 2019 en Science encontró que niños no vacunados que contrajeron sarampión perdieron entre el 11 % y el 73 % de sus anticuerpos, aumentando su riesgo de sufrir enfermedades como neumonía, gripe o incluso infecciones bacterianas.

Otra complicación grave es la panencefalitis esclerosante subaguda (SSPE), una enfermedad neurológica mortal que puede aparecer años después de una infección por sarampión. Una revisión que analizó los casos de sarampión en California entre 1988 y 1991 determinó que la SSPE afectó a 1 de cada 1.367 niños no vacunados menores de cinco años. Por estos mismos motivos, los expertos creen que la vacunación contra el sarampión ayuda a su vez a reducir la incidencia y la mortalidad en sí tanto del propio sarampión como de otras infecciones.

La teoría de “demasiadas dosis”: un argumento sin base científica

Lejos de disipar las preocupaciones infundadas sobre una supuesta relación entre las vacunas y el autismo, el debate público y los numerosos estudios que refutan esta conexión han tenido un efecto inesperado: para algunos sectores, la gran cantidad de investigaciones ha reforzado la idea errónea de que existe un motivo legítimo de preocupación. Una de las razones detrás de esta percepción es que los trastornos del espectro autista suelen diagnosticarse en la misma etapa en la que los niños reciben varias vacunas, lo que lleva a algunas personas a asociar ambos eventos (sin una base científica real).

Sin embargo, esta teoría carece de fundamento lógico. La vacuna triple vírica nunca ha contenido timerosal, ni siquiera antes de que este compuesto fuera retirado de la mayoría de las vacunas infantiles. A pesar de ello, figuras públicas como Robert F. Kennedy Jr. han promovido tanto la teoría de que el timerosal es perjudicial como la idea de que la vacuna triple vírica está vinculada al autismo. Kennedy incluso editó un libro en 2014 sobre el timerosal, mientras que las autoridades sanitarias de Samoa señalaron que su retórica contra la MMR pudo haber agravado un brote de sarampión en 2019 que resultó en la muerte de 83 personas.

Otra idea que ha cobrado popularidad en el movimiento antivacunas es que recibir demasiadas vacunas en los primeros años de vida podría provocar una respuesta inmune anormal que desencadenaría el autismo. Esta teoría fue defendida públicamente en 2015 por Donald Trump, quien afirmó haber recibido cartas de personas que luchaban contra el autismo agradeciéndole por advertir sobre los supuestos peligros de administrar 38 vacunas a bebés y niños pequeños en sus primeros 24 meses de vida. En sus declaraciones, calificó esta práctica como una “locura” y sugirió que el sistema inmunitario infantil no podría soportar tal “trauma”.

Ante estos señalamientos, los científicos han respondido con dos argumentos clave. En primer lugar, los datos disponibles no indican que las vacunas aumenten el riesgo de que los niños desarrollen otras infecciones o trastornos inmunitarios. En segundo lugar, con el tiempo, las vacunas han sido diseñadas para ser más específicas y contener menos antígenos, lo que significa que hoy en día un niño recibe más dosis, pero con menos componentes que estimulen el sistema inmunitario en comparación con las vacunas de generaciones anteriores. Actualmente, inmunizaciones contra enfermedades como el neumococo, la tos ferina y otras afecciones suelen contener únicamente proteínas o azúcares del recubrimiento del virus, lo que reduce la carga antigénica sin comprometer la eficacia de la inmunización.

No obstante, la manera más efectiva de evaluar si las vacunas tienen algún impacto en el riesgo de autismo no es a través de suposiciones sobre cómo funciona el sistema inmunitario, sino mediante estudios empíricos que comparen a niños vacunados y no vacunados. En este sentido, una investigación realizada en 2013 por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) encontró que no existía ninguna relación entre los niveles de anticuerpos generados por las vacunas y la probabilidad de recibir un diagnóstico de autismo.

Quienes desconfían de las vacunas suelen pedir la realización de ensayos clínicos aleatorizados para evaluar su seguridad, es decir, estudios en los que un grupo de niños recibiría la vacuna y otro recibiría un placebo para comparar resultados. Sin embargo, este tipo de investigación, aunque representa el estándar de oro en otros ámbitos médicos, es difícil de llevar a cabo en este caso. La razón es que los médicos ya consideran que las vacunas actuales son el tratamiento estándar y, por lo tanto, privar deliberadamente a un grupo de niños de ellas presentaría serios dilemas éticos. Además, es poco probable que los padres aceptaran que el estado de vacunación de sus hijos se decidiera de manera aleatoria.

Existen otras explicaciones más plausibles para el aumento en los diagnósticos de autismo en los últimos años. Una de ellas es que los trastornos del espectro autista han sido cada vez más reconocidos y diagnosticados dentro del ámbito de la salud mental, lo que ha llevado a una mayor visibilidad del trastorno. Además, los criterios para el diagnóstico se han ampliado, permitiendo que más niños sean identificados con la condición. También hay investigaciones que han encontrado una fuerte base genética en el autismo, y se ha determinado que la edad avanzada de los padres al momento de la concepción puede ser un factor de riesgo.

A pesar de la abrumadora evidencia científica que ha desmentido cualquier relación entre las vacunas y el autismo, los CDC han anunciado un nuevo estudio de gran escala para reevaluar esta supuesta conexión, justo en un momento crítico en el que Texas enfrenta un alarmante brote de sarampión. Una decisión que ha sido recibida con escepticismo por la comunidad médica, ya que parece responder más a presiones políticas que a una necesidad científica real. Además, el hecho de que la agencia ahora esté bajo la dirección de Robert F. Kennedy Jr., ha despertado preocupaciones sobre la posible manipulación de los resultados y el riesgo de que se siga sembrando desconfianza en la vacunación, en un contexto donde reforzar la inmunización debería ser la prioridad. Efectivamente, parece más un intento desesperado de legitimar una narrativa desacreditada que una verdadera búsqueda de respuestas, desviando recursos de investigaciones realmente necesarias y poniendo en riesgo la salud pública, una vez más.

El reto de combatir la desinformación

Aunque la ciencia ha demostrado de manera contundente que las vacunas no causan autismo, esta creencia errónea sigue arraigada en ciertos sectores de la sociedad. Internet se ha convertido en un medio clave para la propagación de desinformación por parte del movimiento antivacunas, dificultando los esfuerzos de las autoridades sanitarias para proteger a la población.

La historia de Wakefield es un recordatorio de que la ciencia debe ser defendida con rigor y transparencia. Las decisiones sobre salud pública no pueden basarse en miedo y conspiraciones, sino en datos sólidos y verificables.

Hoy, más que nunca, es fundamental promover la educación sobre vacunas y garantizar que la población tenga acceso a información confiable. Porque, como hemos visto, una sola mentira puede tener consecuencias catastróficas.

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