La comunidad científica lleva años intentando descifrar los misterios de la COVID persistente, una condición crónica que puede dejar secuelas físicas y cognitivas mucho después de superada la infección inicial por SARS-CoV-2. Pero, ¿qué ocurre con los niños más pequeños, esos que aún no pueden hablar del todo o comunicar cómo se sienten? ¿Es posible que también sufran las secuelas del virus? Un nuevo estudio liderado por el grupo RECOVER-Pediatrics, con la colaboración de instituciones como la Escuela de Medicina Grossman de la NYU y publicado recientemente en JAMA Pediatrics, ha dado un paso crucial para responder a esa pregunta.
Esta investigación, considerada pionera por su enfoque exclusivo en niños de entre 0 y 5 años, ha analizado los síntomas de más de mil menores —472 bebés y niños de hasta 2 años, y 539 en edad preescolar (3 a 5 años)— con y sin antecedentes de infección por COVID-19. Su principal hallazgo no deja indiferente: la COVID persistente existe en la infancia temprana y presenta características muy distintas según la edad del niño.
Un patrón de síntomas que cambia con la edad
A diferencia de los adultos, cuya sintomatología post-COVID suele incluir fatiga crónica, disnea o problemas neurológicos como la “niebla mental”, los síntomas en niños pequeños se manifiestan de forma mucho más sutil —y a menudo pasan desapercibidos o son atribuidos a otras causas comunes de la infancia—.
Según los datos de esta investigación, los bebés y niños menores de dos años que habían pasado COVID-19 mostraban con mayor frecuencia síntomas como alteraciones del sueño, irritabilidad, pérdida de apetito, congestión nasal persistente y tos. Un 14% de ellos fue clasificado como caso probable de COVID persistente.
En el grupo de niños preescolares, los síntomas más comunes incluían tos seca y somnolencia o fatiga durante el día, con un 15% identificado como probable caso de COVID prolongado. Es decir, no solo existe una diferencia clara con respecto a los adultos y los niños mayores, sino también entre los mismos grupos de edad infantil.
Este patrón diferenciado ha llevado a los investigadores a advertir que no se puede aplicar un enfoque único para diagnosticar y tratar el COVID persistente en todas las edades. De hecho, han propuesto índices específicos para cada grupo de edad que permitan identificar con mayor precisión a los niños afectados, algo esencial para orientar futuras investigaciones y tratamientos personalizados.
¿Cuántos niños podrían estar afectados?
A partir de sus datos y extrapolaciones poblacionales, los autores del estudio sugieren que hasta 6 millones de niños en Estados Unidos podrían estar viviendo con síntomas de COVID persistente. Una cifra que, si se confirma, superaría incluso al número de menores diagnosticados con asma, una de las condiciones crónicas más comunes en la infancia.
Este dato es especialmente relevante en un contexto en el que la atención sanitaria y las políticas de salud pública han empezado a virar hacia la normalización de la vida post-pandemia, reduciendo progresivamente las campañas de vacunación y los controles de seguimiento.
Un estudio sin precedentes
Lo que hace especialmente valioso a este trabajo es su diseño longitudinal y su enfoque multisitio, con datos recopilados entre marzo de 2022 y julio de 2024 en más de 30 centros sanitarios y comunitarios de Estados Unidos. El estudio analizó 41 síntomas en bebés y hasta 75 en los niños de entre 3 y 5 años, con el objetivo de identificar cuáles eran más frecuentes entre los que habían tenido COVID frente a los que no.
Para ser considerados como “prolongados”, los síntomas debían haber durado al menos 4 semanas y haberse iniciado o empeorado desde el inicio de la pandemia. Además, se establecieron criterios específicos para clasificar a los niños como probables casos de COVID persistente, en función de una puntuación basada en la intensidad y combinación de síntomas.
Eso sí, como toda investigación basada en encuestas y reportes parentales, el estudio reconoce ciertas limitaciones: la imposibilidad de confirmar con pruebas serológicas todos los casos de infección, la dificultad para diferenciar síntomas causados por otros virus, y el sesgo inherente al recuerdo de los cuidadores. Aun así, las diferencias observadas entre los grupos infectados y no infectados son estadísticamente significativas y muestran una coherencia clara.
Además, la investigación destaca la necesidad de desarrollar herramientas específicas para la identificación y seguimiento del COVID persistente en niños pequeños, adaptadas a su edad y etapa de desarrollo. No se trata solo de “medir síntomas”, sino de comprender cómo estas manifestaciones pueden estar afectando su calidad de vida, desarrollo cognitivo y social.
El impacto en la vida cotidiana
Uno de los aspectos más preocupantes del estudio es la relación directa entre los síntomas persistentes y un deterioro en la salud general percibida por los cuidadores. Los niños con puntuaciones más altas en los índices de COVID persistente mostraban peor calidad de vida, más dificultades en su desarrollo y mayor carga para sus familias.
Aunque el estudio no está diseñado para guiar decisiones clínicas individuales, sus resultados ofrecen una base sólida para concienciar a pediatras, educadores y responsables sanitarios sobre la necesidad de prestar atención a estos signos en la infancia más temprana.
El debate sobre la vacunación infantil
El momento en que se publica este estudio no es casual. Coincide con una creciente desmovilización de las campañas de vacunación infantil contra la COVID-19 en varios países, incluida la reducción del apoyo institucional a dosis de refuerzo para personas sin condiciones de riesgo, especialmente en Estados Unidos, donde en el día de ayer conocimos que el Departamento de Salud liderado por Robert F. Kennedy Jr. había revertido la recomendación de las vacunas contra la COVID-19 del calendario infantil y prenatal. Ante un virus que sigue circulando, y ahora con evidencia de que también puede dejar secuelas duraderas en los más pequeños, cabe preguntarse si estas decisiones son prudentes.
Aunque aún faltan estudios que demuestren de forma concluyente el efecto protector de la vacunación frente a la COVID persistente en niños, en adultos se ha observado una relación clara entre estar vacunado y una menor probabilidad de desarrollar esta condición. Abandonar la protección inmunológica sin tener alternativas claras puede ser, cuanto menos, arriesgado.
De hecho, una nueva investigación llevada a cabo por el profesor de bioestadística de Penn Medicine, Yong Chen, descubrió que las vacunas evitaron que los niños y adolescentes desarrollaran COVID prolongada al bloquear las infecciones por COVID-19 desde el principio: encontró que los niños y adolescentes no vacunados tenían hasta 20 veces más probabilidades de desarrollar COVID persistente que sus compañeros vacunados.
La conclusión del estudio es clara: la COVID persistente no es exclusivo de los adultos, ni siquiera de los niños en edad escolar. Los bebés y niños en edad preescolar también pueden sufrir sus efectos, y estos pueden tener implicaciones profundas en su desarrollo y bienestar. Identificar y atender estos casos a tiempo podría marcar una diferencia decisiva en sus vidas.
Lejos de ser un estudio más sobre COVID-19, este trabajo reconfigura nuestro entendimiento del virus y sus secuelas. Y, sobre todo, lanza una advertencia clara: ignorar los efectos del COVID persistente en los más pequeños sería un error con consecuencias a largo plazo.
Referencias
- Gross RS, Thaweethai T, Salisbury AL, et al. Characterizing Long COVID Symptoms During Early Childhood. JAMA Pediatr. Published online May 27, 2025. doi:10.1001/jamapediatrics.2025.1066