Así comenzó en 1612 el caso de las brujas de Pendle: un simple encuentro en el campo desató la mayor caza de brujas de Inglaterra y diez ejecuciones

Un pequeño conflicto rural encendió una de las mayores cacerías de brujas de la historia británica, destapando un clima de superstición, rivalidades y control político.
Una acusación casi accidental terminó desatando uno de los episodios más siniestros de la justicia británica Una acusación casi accidental terminó desatando uno de los episodios más siniestros de la justicia británica
Una acusación casi accidental terminó desatando uno de los episodios más siniestros de la justicia británica. Ilustración: Wikimedia

En la primavera de 1612, en una apartada región del norte de Inglaterra, un encuentro entre una joven y un vendedor ambulante derivó en una de las mayores persecuciones por brujería en la historia británica. Fue el inicio de los juicios de las brujas de Pendle, un caso que, más de 400 años después, continúa fascinando a historiadores, curiosos y viajeros que recorren los paisajes sombríos de Lancashire en busca de ecos de aquella tragedia colectiva.

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Más allá de los relatos fantásticos, este proceso judicial puso al descubierto las tensiones religiosas, políticas y sociales de una época marcada por el temor al demonio, la presión por controlar a los disidentes y la facilidad con la que una comunidad podía convertirse en verdugo de sus propios vecinos.

Un incidente menor que se convirtió en un huracán

Todo comenzó cuando Alison Device, una joven de familia pobre y reputación inquietante, se topó con un vendedor ambulante mientras caminaba cerca del pueblo de Pendle. Le pidió unos alfileres, objeto habitual en los rituales mágicos según la creencia popular, y ante su negativa, el hombre cayó repentinamente enfermo. Aunque hoy lo más probable es que sufriera un accidente cerebrovascular, en aquel entonces la causa parecía clara: había sido víctima de un hechizo.

Lo que en otro contexto habría quedado como un incidente aislado se convirtió rápidamente en una investigación oficial. En una Inglaterra que aún se sacudía bajo los coletazos de la Reforma y la obsesión de Jacobo I por la brujería, cualquier indicio era suficiente para iniciar una cacería. El magistrado local, Roger Nowell, vio una oportunidad de oro. Conocido por su puritanismo y lealtad a la nueva ortodoxia protestante, Nowell inició una redada legal que acabaría implicando a más de una docena de personas, entre ellas la propia Alison, su madre Elizabeth, su abuela, y otros vecinos del condado.

El proceso judicial se fue nutriendo de una red de acusaciones cruzadas y confesiones forzadas, muchas de ellas obtenidas en condiciones de encierro extremo, hambre y aislamiento. Incluso niños participaron como testigos, llegando a declarar en contra de sus propios familiares. Fue el caso de la pequeña Jennet Device, de apenas nueve años, cuyo testimonio resultaría decisivo en la condena de su madre y su hermano.

Del trato con espíritus al patíbulo

Las acusaciones giraban en torno a los supuestos pactos con el demonio, el uso de espíritus familiares en forma de perros negros, y la participación en aquelarres donde se conjuraban males contra vecinos, ganado y cosechas. Muchas de las historias hablaban de rivalidades familiares, venganzas personales y viejas enemistades. Era evidente que la comunidad llevaba años arrastrando tensiones soterradas, y el contexto legal y religioso del momento no hizo más que amplificar el caos.

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Los principales implicados fueron encerrados en los calabozos de Lancaster Castle, una fortaleza medieval que aún hoy impone por su arquitectura severa. Allí permanecieron durante meses, en celdas húmedas y sin apenas luz, aguardando el juicio mientras sus cuerpos se debilitaban y sus mentes se quebraban. Una de ellas, la anciana apodada “Old Demdike”, murió antes de que pudiera enfrentarse al tribunal.

Cuando llegó el juicio, en agosto de 1612, la escena fue poco menos que un espectáculo. Los acusados no contaban con defensa legal y las pruebas eran, en su mayoría, testimonios contradictorios o relatos recogidos por el escribano Thomas Potts, autor de una crónica del juicio que, más que relatar los hechos, parecía buscar una justificación pública para las condenas.

Diez de los acusados fueron hallados culpables y ejecutados por ahorcamiento en una colina próxima a Lancaster. El lugar, hoy cerca del parque Williamson, fue su último vistazo al mundo, con el mar de Morecambe al fondo, en una escena tan poética como trágica.

Una región marcada por la sospecha

Lancashire, por entonces, tenía fama de ser una tierra de superstición, resistente a la reforma protestante y plagada de “papistas”, es decir, católicos no convertidos. Era uno de los rincones donde persistían prácticas religiosas tradicionales, muchas veces confundidas con herejía o brujería por las autoridades protestantes. En ese clima, las autoridades locales vieron en la persecución de brujas una forma de demostrar su lealtad al nuevo orden religioso.

El contexto histórico no puede obviarse: Jacobo I había escrito años antes su tratado Daemonologie, donde expresaba su convicción sobre la existencia real de las brujas y su peligro para la estabilidad del reino. La presión política para actuar era evidente, y los jueces de Lancaster cumplieron con creces.

Lo que se vendió como un gran triunfo contra las fuerzas del mal fue, en realidad, una mezcla de purga política, miedo irracional y un sistema judicial profundamente desequilibrado. El juicio de las brujas de Pendle no fue un hecho aislado, pero sí uno de los más documentados, lo que ha permitido a los historiadores reconstruir sus entresijos con bastante detalle.

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