Arqueólogos revelan que las esculturas grecorromanas estaban perfumadas: así olía un templo hace 2.000 años

Las esculturas griegas y romanas no solo deslumbran por su colorido original: también estaban impregnadas de perfumes que llenaban los templos de aromas divinos.
Las estatuas grecorromanas no solo eran de colores, también olían a flores y aceites exóticos Las estatuas grecorromanas no solo eran de colores, también olían a flores y aceites exóticos
Las estatuas grecorromanas no solo eran de colores, también olían a flores y aceites exóticos. Foto: Istock / Christian Pérez

Durante siglos, el mundo ha admirado las esculturas griegas y romanas como obras maestras del mármol blanco. Pero la imagen sobria y minimalista que domina los museos modernos está muy lejos de la realidad sensorial que envolvía estas figuras en la Antigüedad. Nuevas investigaciones arqueológicas y textuales han revelado que las esculturas no solo estaban pintadas con vivos colores, sino que también estaban impregnadas de fragancias intensas, desde la rosa hasta el incienso. Una experiencia artística total, pensada para los sentidos de la vista, el olfato e incluso el tacto.

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El arte que se olía: perfumes para dioses y reyes

La investigación encabezada por la arqueóloga danesa Cecilie Brøns ha destapado un mundo desconocido: el de las esculturas perfumadas. Este hallazgo, que ha pasado desapercibido durante siglos, plantea una pregunta inesperada: ¿cómo olía un templo griego o romano?

Lejos del silencio y la asepsia de un museo moderno, los templos del mundo clásico eran lugares bulliciosos, cargados de humo, incienso y perfumes. Las esculturas que representaban a los dioses no eran simplemente decoraciones estáticas, sino presencias vivas dentro del santuario. Su decoración no se limitaba a pigmentos de vivos colores, joyas o telas finas; también se completaba con ungüentos aromáticos que se aplicaban cuidadosamente sobre sus superficies.

Los perfumes cumplían funciones religiosas, estéticas y simbólicas. Eran parte del ritual, una ofrenda olfativa que vinculaba al fiel con la divinidad. Se utilizaban mezclas elaboradas de aceites, resinas, flores y ceras para honrar a los dioses, preservar las esculturas y, sobre todo, dotarlas de una dimensión más humana y cercana. En palabras modernas, podríamos decir que las convertían en “híbridos sensoriales”: estatuas que se veían, se tocaban, y sí, también se olían.

Un taller de perfumes en Delos y una reina cubierta de aroma

Uno de los descubrimientos más reveladores proviene de la isla griega de Delos, donde los arqueólogos han desenterrado talleres de perfumes que, según las inscripciones halladas en los templos, producían fragancias destinadas a las estatuas de dioses como Artemisa y Hera. Estos textos antiguos no solo indican los ingredientes —aceite de oliva, cera de abejas, natrón, esencias florales— sino también las cantidades y los rituales asociados.

Estas fórmulas recuerdan más a un recetario cosmético que a un manual de restauración, lo que indica que perfumar estatuas no era un simple barniz, sino un acto consciente de “humanización divina”. Así, el visitante del templo no solo contemplaba una imagen colorida, adornada con collares o mantos, sino que también percibía una fragancia embriagadora que llenaba el espacio. Era una forma de hacer presente al dios en cuerpo y esencia.

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Este fenómeno no se limitaba a las figuras divinas. Personajes reales también formaban parte de esta práctica. La reina Berenice II de Egipto, por ejemplo, fue inmortalizada en esculturas que se describen como “húmedas de perfume” por poetas de la época. Estudios científicos han detectado restos de cera en retratos de la reina, lo que indica que su imagen también fue tratada con sustancias aromáticas, reforzando su estatus y carisma incluso en su representación escultórica.

Ganosis, kosmesis y otros secretos de belleza antiguos

Para aplicar estas sustancias, los escultores y cuidadores de templos empleaban técnicas especializadas como la ganosis, que consistía en frotar la superficie del mármol con una mezcla de aceites y ceras para protegerlo y embellecerlo. Esta práctica no solo aportaba brillo y color, sino que también sellaba el perfume, permitiendo que se liberara de forma gradual. Otra técnica, llamada kosmesis, combinaba embellecimiento visual y aromático: la estatua era ataviada con telas, coronas florales y perfumes como si fuera un ser humano.

Estos métodos no eran meros caprichos estéticos. En muchos casos, cumplían una función litúrgica clara. El famoso Zeus de Olimpia, tallado por Fidias, era untado regularmente con aceite para preservar su estructura de marfil, pero también para mantenerlo “vivo”. En festividades como las Floralia en Roma, las esculturas eran decoradas con guirnaldas de violetas y rosas, creando una auténtica sinfonía de aromas.

Estos cuidados, lejos de ser ocultos, eran públicos y rituales. La comunidad participaba de ellos como parte del culto, reforzando la idea de que las esculturas eran más que arte: eran recipientes sagrados de presencia divina.

La mentira del mármol blanco y el legado moderno

Durante siglos, el arte grecorromano fue reinterpretado desde una perspectiva reduccionista. Ya en el Renacimiento, artistas como Miguel Ángel tomaron como modelo las estatuas clásicas que habían perdido su color y adornos por el paso del tiempo. La blancura del mármol fue asumida como ideal de pureza estética, cuando en realidad era un efecto del deterioro y no de la intención original.

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Esa interpretación errónea fue consolidada por intelectuales de la Ilustración, como Johann Winckelmann, y perpetuada en los siglos siguientes como un símbolo de perfección racional y supuesta superioridad cultural. En el siglo XX, esa imagen incluso fue cooptada por regímenes totalitarios que usaron las esculturas blancas como representación del ideal “ario”.

Sin embargo, exposiciones como Gods in Color y los recientes hallazgos científicos han devuelto a estas figuras su verdadera identidad: coloridas, adornadas, perfumadas y profundamente sensoriales. En algunos casos, análisis microscópicos han detectado restos de pigmentos y ceras, permitiendo reconstrucciones precisas del aspecto original de las esculturas. El resultado sorprende: rostros con mejillas rosadas, cabellos dorados, mantos rojos y joyas incrustadas… todo acompañado por un aroma envolvente.

Redescubriendo los sentidos en la Historia

Esta nueva visión de las esculturas clásicas no solo reescribe la Historia del arte, también nos obliga a replantear cómo entendemos la experiencia artística. El espectador antiguo no era un observador pasivo: estaba inmerso en un entorno multisensorial, donde la imagen, el olor y el ritual se entrelazaban para crear una atmósfera espiritual.

Al devolverles a las estatuas sus colores y fragancias, los arqueólogos no solo están recuperando su aspecto perdido, sino también su significado. Están desenterrando no solo mármol, sino memoria cultural: la memoria de un arte vivo, que hablaba a todos los sentidos y hacía del espacio sagrado un escenario de conexión íntima entre lo humano y lo divino.

En tiempos de pantallas y experiencias virtuales, tal vez no esté de más recordar que, hace más de dos mil años, los antiguos ya sabían que el arte no entra solo por los ojos.

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Referencias:

  • Brøns C. (2025) THE SCENT OF ANCIENT GRECO-ROMAN SCULPTURE, Oxford Journal of Archaeology, doi: 10.1111/ojoa.12321
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