Durante siglos, las hogueras de Europa se alimentaron del miedo, la ignorancia y, sobre todo, del trabajo mal entendido. Entre los siglos XVI y XVII, más del 75 % de las personas acusadas de brujería en Europa eran mujeres. Hasta hoy, la explicación más aceptada de este fenómeno ha sido la misoginia, reforzada por discursos religiosos y sociales profundamente patriarcales. Pero ¿y si el origen de muchas acusaciones no fuera solo ideológico, sino también económico y práctico?
Una nueva investigación publicada en la revista Gender & History propone una mirada diferente y sorprendente: muchas mujeres fueron acusadas de brujería simplemente por trabajar. El estudio ha sido elaborado por la historiadora Philippa Carter, de la Universidad de Cambridge, y se basa en una fuente poco común y de enorme valor: los cuadernos de casos del astrólogo y curandero Richard Napier, quien atendió a miles de personas entre 1597 y 1634.
A lo largo de esas décadas, Napier escuchó en consulta cientos de sospechas de brujería —concretamente 1.714—, y tomó nota de cada una en una especie de diario clínico. Estas anotaciones no eran documentos judiciales ni relatos oficiales, sino una especie de “confesionario informal” donde los vecinos compartían sus temores y teorías sobre el origen de enfermedades, desgracias o muertes extrañas. Gracias a estos archivos, ahora digitalizados, Carter ha reconstruido un universo mental donde el trabajo femenino, los intercambios cotidianos y los malentendidos comunitarios generaban un campo de cultivo perfecto para el surgimiento de acusaciones.

La sociabilidad femenina como trampa
Uno de los hallazgos más reveladores del estudio es que el tipo de trabajos que realizaban las mujeres las situaba en el centro de la vida comunitaria. Lejos de los campos o los talleres artesanales dominados por hombres, las mujeres del entorno rural inglés trabajaban en los hogares, las cocinas, los patios, los mercados y los establos. Cuidaban niños, cocinaban para otros, preparaban medicinas caseras, ordeñaban vacas, vendían leche, hacían pan, atendían partos, intercambiaban favores y compartían alimentos.
Esta exposición constante al contacto social tenía consecuencias inesperadas. Como explica Carter, muchas de las acusaciones de brujería partían simplemente de la coincidencia entre una visita y una desgracia posterior. Si una mujer había pasado por casa antes de que un niño enfermara o un queso se estropeara, bastaba eso para que la sospecha se activara. En un mundo sin antibióticos, sin refrigeración y sin explicaciones científicas fiables para la mayoría de los males cotidianos, lo que no se comprendía se atribuía a la magia.
Los trabajos más peligrosos para una mujer
A partir del análisis de 130 casos detallados en los cuadernos de Napier, el estudio identifica seis sectores laborales especialmente peligrosos para las mujeres: servicios alimentarios, atención sanitaria informal, cuidado infantil, manejo doméstico, ganadería y producción láctea. Todos ellos eran tareas femeninas en la Inglaterra rural del siglo XVII y todos compartían un rasgo: la posibilidad de fracaso.
Cuando un queso no cuajaba, cuando un niño moría, cuando una madre se infectaba tras el parto o cuando una vaca dejaba de dar leche, la responsabilidad recaía en quien había gestionado la situación. Y si quien lo había hecho era una mujer sola, pobre y con fama de tener mal carácter —o simplemente sin vínculos sólidos con la comunidad—, la posibilidad de ser acusada de maleficio se multiplicaba.
En el ámbito de la producción láctea, por ejemplo, Carter encontró 17 casos de acusaciones relacionadas con la alteración mágica de leche, mantequilla o queso. En 16 de ellos, las sospechosas eran mujeres. No es casualidad: la leche, como sustancia, estaba culturalmente asociada al cuerpo femenino, a la maternidad y a la fertilidad. Si un queso se inflaba, se agriaba o adquiría mal olor, era fácil interpretar que la mano de una bruja había corrompido ese alimento tan simbólico.
Curar podía ser tan peligroso como envenenar
Otro terreno minado era la medicina casera. Muchas mujeres, especialmente viudas o mujeres solas, ofrecían sus servicios como curanderas, preparaban infusiones, hacían brebajes o aplicaban ungüentos a quienes no podían pagar un médico oficial. Sin embargo, cuando el paciente no mejoraba, esa mujer pasaba de ser sanadora a sospechosa. De hecho, el estudio revela que incluso una frase mal dicha, como predecir que un enfermo no sanaría, bastaba para encender las alarmas.
El caso de una mujer que cuidaba a una joven parturienta es ilustrativo: tras dar a luz sin complicaciones, la mujer comenzó a comportarse de forma errática, cantando, maldiciendo y gritando sin control. Pronto, la segunda comadrona que había estado presente en el parto fue señalada como la causante de ese comportamiento “extraño”. En apenas unos días, su reputación quedó destruida.

Alimentar, vender y cuidar: profesiones de riesgo
Vender alimentos también era arriesgado. En al menos 25 casos, la acusación de brujería surgió tras un episodio de enfermedad posterior a haber comido algo comprado a una mujer. Las manzanas, la mantequilla, el pan o la leche eran elementos cargados de sospecha. A veces, incluso el acto de negar un alimento generaba resentimiento y, más tarde, una acusación.
Uno de los ejemplos más curiosos recogidos por Napier es el de un hombre que comió una ración de leche reservada por su esposa y, según el relato, la cuchara se le quedó atascada en la boca hasta que su mujer se despertó. Esa anécdota absurda fue suficiente para que la mujer ganara fama de bruja.
En el caso del cuidado infantil, los números también son claros: de las acusaciones en las que la víctima era un menor de 12 años, más del 90 % apuntaban a mujeres. Las cuidadoras, nodrizas y vecinas que ayudaban en los hogares asumían una enorme carga emocional, en una época donde la mortalidad infantil era altísima y los vínculos afectivos y laborales se entremezclaban constantemente.
El estudio de Carter no intenta negar la misoginia, ni minimizar el papel de las instituciones o de la religión en la persecución de mujeres. Pero sí aporta una capa más compleja y humana: la sospecha podía surgir del roce cotidiano, de los favores fallidos, de las envidias entre vecinas o de la frustración ante un dolor inexplicable.
En la Inglaterra rural del siglo XVII, las mujeres pobres se ganaban la vida haciendo múltiples tareas mal pagadas, todas ellas vinculadas a mantener la vida: alimentar, cuidar, curar. Y sin embargo, eran esas mismas tareas las que las convertían en blanco fácil cuando la vida se estropeaba.
Hoy, cada Halloween, las tiendas se llenan de sombreros puntiagudos y escobas. Pero detrás del disfraz de bruja hay una historia mucho más mundana: la de miles de mujeres que solo intentaban sobrevivir haciendo el trabajo que les tocaba.
Referencias
- Carter, Philippa. 2025. “Work, gender and witchcraft in early modern England.” Gender & History 37: 91–108. doi:10.1111/1468-0424.12717